LA REFORMA
La ruptura de la unidad del cristianismo occidental tuvo su primer episodio en las tesis del monje alemán Martín Lutero contra el comportamiento de la Iglesia. Su intención inicial no fue revolucionar, sino reformar. Y así le quedó el nombre: Reforma Protestante.
Renacimiento y Reforma son dos aspectos de un mismo proceso: el gradual cambio del sistema feudal fue provocando, cada vez con mayor intensidad, conflictos de todo tipo -sociales, políticos, religiosos…- hasta llegar a una transformación cualitativa de la sociedad que incluyó el cisma de la Iglesia[1] (haga click en el número para ir a la llamada) o, más bien, los cismas en varias regiones europeas.
La principal crítica de Lutero se centraba en las indulgencias, por las cuales la Santa Sede concedía la salvación eterna a cambio de dinero. Pero también había alguna relacionada con la música. Fundamentalmente, la misma que se había hecho, sin éxito, desde los sectores conservadores de la iglesia católica a lo largo de buena parte de la Edad Media: la complejidad de la música impide la comprensión de la palabra, a lo que habría que agregar, ahora, la necesidad de que los fieles participen en el culto.
Pero su actitud fue ambigua. Era instrumentista y cantante aficionado y, probablemente, también compositor -se le atribuyen varias melodías y escribió con seguridad muchos textos. Admiraba la polifonía y, en particular, era un apasionado de Josquin des Prez. En la liturgia reformada no eliminó, sólo redujo la presencia de la compleja música a varias voces y del latín[2]. Ambas cosas -polifonía y latín- eran, sin duda, inconvenientes para la comprensión por parte de los fieles de lo que ocurría en el culto y se constituían en dificultades -insalvables- para su participación en él. Por eso introdujo en la liturgia su contribución musical más importante, el coral, cantado en alemán.
Inicialmente, éste se trata de un texto y una melodía simple, que puede cantar toda la congregación. Su música tiene orígenes variados, desde himnos gregorianos hasta canciones del momento, conocidas por los fieles, pasando por composiciones nuevas y música de la Iglesia hereje checa de Huss, quemado en el siglo XV, entre otras fuentes. Los textos para los corales fueron originales o adaptados a la nueva liturgia: por ejemplo, la canción “Insbruck, debo abandonarte”, se transformó en “Oh, mundo, debo abandonarte”; en cambio, el trágico coral que Bach utiliza varias veces en la Pasión según san Mateo, cuyo texto principal dice: ”Oh, cabeza llena de sangre y heridas“, era una canción de amor a la que se le modificó el ritmo y, por supuesto, toda la letra. Otros fueron simples traducciones del latín,
Pero ya en los primeros años de la Reforma se publicaron colecciones de corales a varias voces, una sílaba por nota (silábicos) y todas las voces marchando juntas (homofónicos). La melodía se cantaba, las otras voces podían ser instrumentales.
Con estos cambios, los fieles pudieron empezar a participar en el culto y comprender de qué se trataba. (Hoy en día y desde hace siglos, los corales luteranos se conocen en arreglos silábicos y homofónicos, casi siempre a cuatro voces.) Pero, conviene repetirlo, la polifonía y el latín se siguieron escuchando en algunas partes del rito por mucho tiempo.
La importancia del coral va más lejos. Deriva de él, por ejemplo, el preludio coral, género, en casi todas las ocasiones reservado al órgano, que se tocaba en la iglesia precediendo a la intervención del coro[3]. Se trata de una música compleja, pero al estar basada en la melodía que después cantaría la congregación, resultaba útil para refrescar la memoria.
En las otras Iglesias reformadas triunfantes -en Suiza e Inglaterra-, el aporte a la música fue nulo. En algunos momentos se llegó, además de a la prohibición del canto, a la destrucción de los órganos, que fueron despedazados [4] o reciclados. En otros, se permitió cantar, pero con muchas restricciones.
Por consiguiente, el luteranismo trajo consigo una reconciliación fraterna, música y palabra parecían perdonarse sus excesos, mientras que las otras Iglesias escindidas de la de Roma, al matar (o casi) a una de las hermanas, propiciaron el transitorio triunfo de la otra.
LA CONTRARREFORMA
El movimiento religioso reformista tuvo tal dimensión que la Iglesia católica debió tomar medidas, si no para recuperar la unidad, por lo menos para evitar que se siguiera extendiendo. Es lo que se conoce como la Contrarreforma. Y esas disposiciones fueron de muy distinta naturaleza.
Se reorganizó la Inquisición, que desde finales del siglo XII y durante 500 años, intentó mantener la unidad de la fe por medios violentos. Surgió también, en la primera mitad del siglo XVI, la Compañía de Jesús, “soldados de Cristo”. Los jesuitas le asignaron un papel destacadísimo, no a la violencia, sino a la formación y al trabajo intelectual.
Otra medida fue la realización del Concilio de Trento, entre 1545 y 1563. En él se discutieron las reformas que se debían hacer en la Iglesia, incluidas las de la música. En este último aspecto, las decisiones tuvieron un carácter extremadamente general. “Todas las cosas deberán ser ordenadas de tal forma que las misas… puedan llegar tranquilamente a las mentes y los oídos de quienes las escuchan…, no dejando que se mezcle nada profano…” Y más adelante, las ordenanzas del concilio dicen que el cantar “debe ser constituido no para dar vano placer al oído, sino de tal forma que las palabras sean claramente comprendidas por todos, y así los corazones de los oyentes puedan ser movidos al deseo de armonías celestiales, en la contemplación de la alegría de los bienaventurados… Deben asimismo eliminar de la iglesia toda música que contenga, ya sea en el canto o en el órgano, cosas lascivas e impuras.” En otro pasaje se lee que la música religiosa debe ser “purgada de todas las melodías seductoras e impuras, de todos los textos vanos y mundanos, de todas las protestas y alborotos”.
El puritanismo, notablemente presente en algunas Iglesias reformadas, afectó también al catolicismo. Aun antes de las decisiones del concilio, el papa Pablo IV ordenó pintarle ropas a las figuras desnudas de los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina y echó de su coro a todos los hombres casados.
Algunas de las principales consecuencias de las resoluciones conciliares fueron la simplificación del contrapunto y un mayor uso de la homofonía, lo cual influyó directamente en la obtención de una mayor claridad del texto. En cuanto a la presencia de lo secular, hubo sí una considerable disminución, pero cuando los compositores utilizaban una melodía profana, recurrían habitualmente al engaño. Como las misas recibían el nombre del modelo que empleaban (por ejemplo, hubo desde el siglo XIV, muchísimas llamadas L’homme armé, compuestas a partir de la popular canción secular así denominada), en las ocasiones que usaban un modelo profano, lo ocultaban llamando a la obra, Misa sine nomine.
El centro de gravedad de la música europea se ha vuelto a desplazar, ahora del norte a Italia. Y es un italiano, más precisamente un romano, Giovanni Pierluigi da Palestrina[5], el más ilustre compositor de la Contrarreforma. No hay, antes de Bach, otro que tenga tanto renombre. Se le llamó “el príncipe de la música” y “el salvador de la música eclesiástica”. Fue sin duda un gran creador, aunque es posible que su estatura haya sido magnificada, que su inmenso prestigio esté vinculado al hecho de que representó, mejor que nadie, la sobriedad conservadora ordenada por el concilio. Su estilo, de extremada pureza, es objetivo e impersonal, muy adecuado para trasmitir los textos litúrgicos. Supo llevar a la polifonía, la esencia del canto gregoriano.
Otros dos grandes compositores de la Contrarreforma son Orlando di Lasso y Tomás Luis de Victoria.
El primero nació en una región de la actual Bélgica, pertenecía al entonces apreciado norte. Aparentemente, la primera vez que fue a Italia, lo hizo forzado. Era más o menos habitual, en esa época, secuestrar a los niños con bella voz, condiciones y formación musicales, para trasladarlos sobre todo a la península itálica, en donde había mucha demanda de ellos. Orlando habría sufrido tres intentos de rapto, exitoso el último, porque sus padres le habrían permitido a Ferdinando Gonzaga, regente de Sicilia, que se lo llevara, se desconoce en qué condiciones. Lasso[6] fue un compositor muy prolífico, escribió ¡más de 2000 obras! En los últimos años de su vida adhirió a la ideología musical de la Contrarreforma.
Victoria, español, es de una generación posterior a los anteriores: muere al comienzo de la segunda década del siglo XVII. Fue discípulo y sucesor de Palestrina en Roma, donde vivió muchos años. Compone únicamente música religiosa y evita tenazmente cualquier influencia del arte profano. Pero, en cierto sentido, es lo opuesto de su maestro: si éste escribe una música fría, desapasionada, Victoria se destaca por su dramatismo y su misticismo sombrío. Se puede relacionar, en muchos aspectos, con la obra pictórica de su contemporáneo El Greco.
La obra de los creadores fieles a la ideología de la Contrarreforma romana me motiva una reflexión.
Si bien el oído de muchísimos aficionados a la música parece haberse detenido más o menos a fines del siglo XIX, existe una tendencia a considerar que, anteriormente, la mejor música es la que escribieron los renovadores. Y en algunas ocasiones no es cierto. Los contrarreformistas pusieron el freno a montones de innovaciones que estaban sonando en su época, provenientes tanto de la música religiosa como de la profana, fueron francamente conservadores y, sin embargo, su obra es de primerísima calidad. Un caso muy claro de esto lo tenemos, al comparar, por ejemplo, a Bach con Telemann. Éste, compositor “moderno”, era muy apreciado en su tiempo. A Juan Sebastián lo respetaban como gran organista pero, por lo demás, se lo consideraba un viejo anticuado. Hoy, en cambio, Telemann es sólo uno de tantos y Bach[7], con justicia, está en lo más alto del pedestal.
GRANDES CAMBIOS
Mientras los leales al Concilio de Trento se mantenían dentro de las directrices conservadoras que éste ordenaba (aunque iban incorporando algunas novedades), en muchos lados se estaban produciendo transformaciones sustanciales en la forma de componer música. En el transcurso del siglo XVI, especialmente en la segunda mitad, el lenguaje internacional basado en el de los Países Bajos, fue paulatinamente sustituido por formas nacionales, aunque Italia se convertirá en el ombligo musical de Europa a partir del XVII[8].
Venecia, después de la sede papal, era su ciudad-estado más importante. Sin duda, también la musicalmente más progresista (Roma, en cambio, siguió ligada al pasado). El apogeo veneciano había ocurrido en el siglo anterior: distintos hechos, entre ellos la conquista de Constantinopla por los turcos, que impidió el comercio con oriente, habían reducido su posición. Sin embargo, la cultura mantuvo su esplendor, una cultura en la que, tal vez, el carnaval era tan o más importante que la misa. El corazón musical de la ciudad era la gran basílica de San Marcos, construida en el siglo XI y famosa, aun hoy, por su extraordinaria acústica. En ella se realizaban todas las grandes actividades religiosas y civiles.
En la polifonía renacentista, hasta ese momento, los integrantes del coro cantaban (casi) siempre en conjunto, como una sola unidad. Venecia generalizó el uso del coro dividido (hasta en 5 partes), lo cual abrió el camino al contraste y la oposición de sonoridades, que será fundamental en un futuro cercano. Además, se avanzó en el sentido de no subordinar el texto a las necesidades musicales, de no interrumpirlo hasta que hubiera completado su sentido. Gran triunfo de la palabra. Al mismo tiempo, se produce una utilización importante de instrumentos, por primera vez especificando en la partitura cuál debe emplearse en cada caso, hecho -la utilización de instrumentos- que tendrá, muy pronto, vital significación.
El género emblemático de la música secular del siglo XVI italiano es el madrigal, que no tiene nada que ver, salvo el nombre, con el del XIV. Se desarrolla un lenguaje descriptivo, en el que ha desaparecido el ideal contrapuntístico de voces iguales, propio del Renacimiento, sustituido por el de partes solistas con una escritura armónica, de acordes. Otra victoria de lo oral: el texto puede así comprenderse cabalmente.
En Francia se populariza enormemente la nueva chanson, género antiguo, modernizado, que siempre tuvo texto en idioma vernáculo. En el correr del siglo XVI -es a comienzos de esta centuria que se inicia la impresión de música- se publican varios miles de ellas. El compositor más conocido es Clément Janequin, autor de piezas descriptivas en las que presenta imitaciones del galope de caballos, del gorjeo de pájaros y gritos callejeros, entre otras cosas similares. Las más famosas son La guerra, también llamada La batalla de Marignan y El canto de los pájaros. La chanson francesa también muestra la modificación de la manera de componer. Se trata de piezas que tienen una melodía principal, ubicada en la voz superior, y en las que las distintas partes, en general marchan juntas. Aparecen, asimismo, numerosos arreglos de ellas para laúd o para voz solista con acompañamiento de este instrumento.
Un poco después, pero no mucho, encontramos en Inglaterra un florecimiento de la variación, a cargo, fundamentalmente de los virginalistas. (El virginal es un viejo instrumento de teclado.) Algunos de sus principales exponentes son Byrd, Bull y Gibbons. Se hacen también muy populares las piezas para laúd y las canciones solísticas -voz acompañada de laúd o de pequeño grupo instrumental. El principal compositor, el laudista y cantante John Dowland. Su pieza más escuchada es Flow, my tears (Lachrimae), cuya melodía usaron muchos compositores para realizar variaciones. Fue un especialista en melancolía: una de sus canciones (ayres) se titula, Siempre Dowland, siempre triste. En mi opinión, es muy injustamente poco conocido[9].
Alemania fue el último país en recibir el impacto de la nueva forma de hacer música y, curiosamente, se debió, en gran medida, a la intervención de una poderosísima familia de banqueros, los Fugger, quienes ascendieron socialmente (recibiendo, en algún caso, títulos nobiliarios) gracias a los préstamos que otorgaron a dos emperadores sucesivos, Maximiliano I y Carlos V, quien no pudo pagar los suyos. Los banqueros tenían intereses económicos en prácticamente todo el continente y un miembro italianizado de la familia, Gian Giacomo Fugger, fue intendente del coro de San Marcos de Venecia en el comienzo de su época de gran esplendor. De ahí vino la cosa.
La polifonía renacentista, que privilegiaba la música frente a la palabra, parecía estar en retirada ante el embate de las innovaciones: la voz más aguda como solista, apoyada en la más grave, el bajo, en vez de varias partes de la misma importancia; voces que caminan al mismo tiempo, homofónicamente, en lugar de que cada una tenga autonomía y/o se estén imitando; escritura “vertical”, armónica, de acordes, sustituyendo a la concepción “horizontal”, contrapuntística, de melodías simultáneas; importante acercamiento a la tonalidad moderna, con sus únicos dos modos, el mayor y el menor, que se impondrá unas décadas más tarde y que empieza a reemplazar al anterior sistema modal; uso más expresivo de la disonancia; ritmo más regular y predecible; etc., son las novedades que comienzan a escucharse cada vez con mayor frecuencia. Sin embargo, el contrapunto lujoso no está muerto: se sigue escribiendo música de ese tipo y más de un siglo después, en la primera mitad del XVIII, Bach hará una maravillosa síntesis de pasado y presente.
Creo que algunas de las afirmaciones anteriores necesitan explicación:
En los primeros siglos de la Edad Media la música es exclusivamente melódica y usa sólo siete notas, a veces ocho[10], no todas de la misma jerarquía. La más importante es la llamada finalis, que aparece reiteradamente y que es con la que se termina la obra; nos produce sensación de reposo, de conclusión. Es algo así como el centro del grupo de notas, que funciona como un sistema. Según cuál de ellas sea la finalis, la música sonará de una u otra manera, porque las distancias entre las inmediatas son diferentes (mi está más cerca de fa y si de do que, por ejemplo, do de re o sol de la) y, en consecuencia, es distinta la estructura de cada conjunto de siete notas. Estos grupos reciben el nombre de modos (y cuando se ordenan por altura, escalas), cada uno con su sonoridad característica. En la Edad Media y el Renacimiento había varios, uno que terminaba en re, otro en mi, etc. Con el transcurso de los siglos, la sensibilidad se fue modificando y se hizo necesario, entre otras cosas, fortalecer la importancia de la nota final, para lo cual se fueron introduciendo algunas variaciones. Al cabo de un largo proceso, los modos se redujeron a dos, los denominados mayor y menor. Se establecieron a plenitud un poco antes del final del siglo XVII. Se usaron irrestrictamente hasta más o menos el momento en que termina el XIX, y se siguen empleando después, con “restricciones” en la música “clásica”, y en la mayor parte de la “popular” [11].
Como se dijo, al principio del medioevo se usa una sola voz, la música es monódica; después se le agregan otras y comienza la polifonía. Pero es la voz inicial la que se relaciona con cada una de las demás. Consideremos una obra a tres voces, que llamaremos A, B y C, siendo A la principal. Al componer, ésta se relaciona con B y con C; B y C no se relacionan directamente, lo hacen a través de A -aunque, por supuesto, importa como suenan entre sí. Lo más relevante es, entonces (repito, al componer), lo que ocurre entre la principal y cada una de las otras. (Se comprende, así, la utilidad del cantus firmus.) En consecuencia, la unidad estructural será el intervalo, que es, justamente, la relación entre dos sonidos. Con el transcurrir de los siglos, comienza a desarrollarse el oído “vertical” y aparece el acorde, que involucra un mínimo de tres notas[11].
Los distintos intervalos[12] pueden producirnos una sensación de tensión (inestabilidad) o de distensión (estabilidad). En el primer caso, decimos que son disonantes; en el segundo, consonantes. Hasta hace poco más de un siglo, las disonancias debían siempre “resolverse” en una consonancia (ya no); lo disonante necesita de lo consonante para lograr estabilidad, y lo consonante de lo disonante para no morirnos de aburrimiento: son complementarios. La alternación de ambos genera el necesario movimiento estabilidad-inestabilidad-estabilidad, etc., sin el cual no existe expresión musical. Más o menos en las últimas décadas del siglo XVI, que es la época que nos ocupa, comienza a ampliarse el empleo de la relación consonancia-disonancia[11].
EL SIGLO XVII. EL BARROCO
El matemático y filósofo inglés Alfred Whitehead considera que “la vida intelectual de las razas europeas…ha vivido del capital acumulado de ideas de que la proveyó el genio del siglo XVII”. Entre muchísimos otros, vivieron en ese período Copérnico, Bacon, Descartes, Leibnitz, Galileo, Kepler, Newton, Harvey…La literatura y las artes plásticas dieron nombres como Cervantes, Molière y Rembrandt, para mencionar sólo unos pocos. (Shakespeare llegó a vivir algunos años en esa centuria.) Los franceses lo llaman le grand siècle.
Pero es una época de enormes contrastes. Alrededor de 1620 se produce, a nivel continental, una profunda crisis económica, que afecta a la industria manufacturera, a la agricultura, al comercio y también a la demografía.
Durante buena parte de la primera mitad del siglo, ocurre la devastadora guerra de los 30 años, la última de las grandes guerras religiosas (detrás de ese motivo, hay poderosas razones económicas y políticas). Participan en ella muchos países del continente, pero se desarrolla fundamentalmente en suelo alemán. En parte por su culpa, Alemania[13] sufre un gran retroceso: las ciudades (es decir, los burgueses) pierden el poder ganado y éste regresa a manos de los señores feudales.
En Inglaterra se producen las guerras civiles (se calcula que en ellas murió el 10% de la población, sobre todo de enfermedades), que derriban el orden feudal y construyen definitivamente una nación moderna. Cuando llega la restauración de la monarquía, los reyes no tienen otra que consultar con la ya poderosa burguesía[14]. Las guerras producen, entonces, efectos opuestos en dos de los principales países europeos: Alemania se mantendrá dividida, hasta el siglo XIX, en cientos de pequeños Estados, mientras que Inglaterra da un paso importante en el camino que la llevará a convertirse en la primera potencia mundial.
La historia no tiene nombre específico para las primeras décadas del siglo XVII. Al arte de este período (y más) se le llama barroco. Ya se dijo: el nombre se le puso en el siglo XVIII como denominación despectiva, porque se consideraba que esta época era un Renacimiento corrupto. La connotación negativa ha llegado hasta hoy, y no sólo en el habla corriente, sino en los diccionarios. Transcribo la definición que aparece en uno enciclopédico de hace unas décadas: “Dícese del estilo de ornamentación arquitectónica que abusa de volutas, roleos y otros adornos en que predomina la línea curva; y, por extensión, de la pintura o escultura en que el movimiento de las figuras y el tallado de las ropas son excesivos; y en el arte literario a toda obra en que predominan la pompa y el ornato”. (Los subrayados son míos.) Y no agrega más.
La definición anterior es hija del concepto predominante hasta el siglo XIX en el que se rechazaba el barroco por su “falta de reglas”, en el que todavía se le consideraba desmesurado y extravagante. (Los ataques eran, sobre todo, a la arquitectura y las artes plásticas. La música ha quedado, casi siempre, al margen de estos pleitos.) En su rehabilitación de la pintura barroca, afirma el historiador del arte Heinrich Wölfflin: “… existe [en esa pintura] la tendencia a presentar el cuadro no como un trozo de mundo que existe por sí, sino como un espectáculo transitorio en el que el espectador ha tenido la suerte de participar un momento…” Hay, en el arte barroco, una propensión contra lo permanente, contra lo definitivamente fijado, a sustituir lo absoluto por lo relativo. Pero, además, resulta muy difícil hablar de una unidad estilística del barroco. Junto al estilo “anticlásico” al que acabamos de referirnos, nos encontramos con una corriente clasicista. Corelli y Vivaldi son dos compositores de la fase tardía del período. El primero, sin duda un “clásico”: mesurado, contenido, preocupado por la perfección formal (escúchese cualquiera de sus Concerti Grossi op. 6, muy probablemente su mejor obra); Vivaldi, en cambio, un “desmesurado”, de expresividad desbordada, como puede apreciarse, por ejemplo, en El verano y El invierno de sus conocidas Cuatro estaciones. Ambos son barrocos, ambos italianos, muy cercanos en el tiempo, muy parecidos y, sin embargo, ¡qué distintos!
En realidad, resulta muy difícil hablar de la unidad estilística de casi cualquier período. Lo que ocurre es que consideramos la historia como un proceso en el que las cosas se suceden una tras otra más o menos ordenadamente, como si fuera lineal. Y no. Hay varias líneas simultáneas; unas se interrumpen, otras son absorbidas por la(s) más fuerte(s), y están también las que continúan, tal vez con poco brillo, pero continúan. Claro, la historia la escriben los que han ganado y, a veces, parecería que los perdedores no existieran. Si, por ejemplo, hubiera llegado hasta nosotros el arte profano y popular de la Edad Media, ¿tendríamos la misma opinión sobre el estilo de ese período histórico? Si se hubiera conservado suficiente información sobre los mimos populares de la Antigüedad clásica, ¿mantendríamos nuestros criterios acerca del teatro de esa época? Es probable que la coexistencia de estilos diferentes sea más intensa en el barroco que en otras etapas históricas, pero en todas ellas cohabitan diversas tendencias que debemos tomar en consideración. (Estoy hablando de lo que ocurre dentro de la cultura occidental. Si incluimos otras culturas, el hecho es tan evidente que no necesita ser analizado. Y, en el caso de Latinoamérica, ¿somos occidente?)
LA OPERA
Los cambios en la manera de componer durante las últimas décadas del siglo XVI ocurren en distintas partes de Europa, pero es en el ambiente intelectual de la ciudad de Florencia que se produce una frontal reacción contra la polifonía, una reacción que busca la reivindicación de la palabra. Se pretende reconstruir el drama clásico el cual, según se creyó hasta fines del siglo XVIII, tenía música. Y, para ser digna de las tragedias que presuntamente acompañaba, debía de ser una gran música.
En torno a Giovanni Bardi, conde de Vernio, se constituyó la Camerata florentina, integrada por reconocidos artistas, entre los que se encontraba el padre de Galileo Galilei, Vincenzo. A partir de 1581, fecha en que éste publica el Diálogo sobre la música antigua y moderna, comienza la producción, históricamente revolucionaria, de la Camerata. En esa obra, Galilei ataca duramente a la música contrapuntística, proponiendo en su sustitución, una melodía para solista que únicamente destaque las inflexiones del lenguaje, como hace un buen orador, una monodia en la que la música sirva sólo para realzar el texto. Sus piezas musicales en ese estilo se han perdido, así como las de otros autores, pero en la década siguiente, otro miembro de la Camerata, Giulio Caccini, cantante profesional y compositor, escribe algunas canciones que sí conocemos, publicadas algunos años después con el título de La nuove musiche.
Finalmente sobrevive uno de los proyectos ambiciosos del grupo del conde Bardi: en 1600, el mismo Caccini y Jacopo Peri escriben la música para Euridice, de Ottavio Rinuccini - los tres, integrantes de la Camerata-, que es la primera ópera que se conserva. (En realidad, se conservan dos, porque los compositores, cada cual por su lado, publicaron su propia versión de la música.) Euridice se ejecutó para la boda de Enrique IV de Francia y María de Medicis. Su argumento debería ser trágico, pero está modificado para inaugurar la conocida costumbre del happy end.
Como ocurre, en general, con los primeros tiempos de los estilos nuevos -más aun cuando provienen de una decisión intelectual y no de un proceso ligado a necesidades expresivas-, la calidad musical de estas monodias es bastante dudosa. Sin embargo, desde el punto de vista histórico tienen un valor indiscutible: intentando reconstruir el drama clásico, los monodistas inventaron la ópera[15], género exitoso si los hay, e introdujeron esa forma declamatoria que es el recitativo, que ellos creían era la que utilizaban los antiguos griegos. Asimismo, le dieron un nuevo “aire” al texto, vapuleado por la polifonía.
El recitativo es una categoría intermedia entre melodía y palabra hablada. Está basado en los ritmos e inflexiones del lenguaje y tiene una estructura musical mínima. Se convirtió en el medio más adecuado (o menos inadecuado) para trasmitir la acción dramática. Si eso se hiciera por medio de melodías, la falta de naturalidad, probablemente el mayor problema de la ópera, sería mucho más grave. El recitativo la reduce, pero no la elimina. Sin embargo, la existencia de millones de amantes de la ópera en todo el mundo, después de más de cuatro siglos de historia, debe convencernos de que el problema no es importante[16].
Pero Monteverdi no es únicamente un compositor dramático. En el momento en que escribe Orfeo -lo repito, su primera ópera- era ya un experimentado autor de música religiosa y madrigales, tenía en su haber excelentes piezas polifónicas. Prima e seconda prattica les llamaba él, respectivamente, a los estilos antiguo (polifónico) y nuevo (monódico), ambos válidos. En el primero, la palabra sirve a la música y, en el segundo, ocurre a la inversa: un empate.
Este barroco temprano se mantiene ligado a lo clásico en su búsqueda de reconstruir el drama de la Antigüedad y, también, en su despojamiento de recursos. Mas tiene una preocupación por la expresión de los sentimientos que demuestra otra sensibilidad. No es que éstos estén ausentes en el clasicismo, pero en el barroco (o por lo menos en su estilo predominante) tienen un protagonismo especial. Tanto es así que en la música se desarrolla -y tiene vigencia durante todo el período- la llamada “doctrina de los afectos”, en la cual se ligan determinados procedimientos técnicos con sentimientos específicos. Salvo excepciones, estos procedimientos terminan no expresando lo que se siente, sino que sólo lo representan. Se trata, en definitiva, de un juego en el que el iniciado puede descubrir, al reconocer tal o cual proceder del compositor, a qué sentimiento se está refiriendo.
El llamado bajo de chacona o de passacaglia es, a mi juicio, uno de los poquísimos ejemplos en el que el recurso empleado es congruente con el sentimiento que busca expresar. Consiste en un paulatino y repetido descenso de la voz más grave, utilizado (no sólo) en el Lamento, un género muy usado en el barroco temprano y en el medio, que tiene su origen en el drama clásico. Entre sus temas, son frecuentes las dolorosas quejas de mujeres abandonadas. Dos de los más famosos -e impresionantes- son el Lamento d’Arianna[17], dejada por Teseo en la desierta isla de Naxos, compuesto por Monteverdi y el Lamento de Dido por la ida de Eneas, perteneciente a Purcell. Los hay con un cierto significado político. Por ejemplo, el Lamento Della Regina Maria Estuarda, reina católica de Escocia, que fue mandada ejecutar por su prima protestante, Isabel I de Inglaterra, o el Lamento Della Regina di Svezia por la muerte de su esposo en la guerra de los 30 años. Entre la gran variedad de temas podemos encontrar, también, el Lamento del castrato y el Lamento dell’ impotente.
La ópera nació, entonces, en el final del siglo XVI, como una rebelión intelectual, florentina[18], contra la dictadura de la música en la polifonía, como un -iluso- intento de reconstruir el drama clásico. Inmediatamente, la aristocracia de toda Italia se apropió de ella y la transformó en el gran espectáculo cortesano. “Es el placer de los príncipes”, decía un maestro de capilla de la época. Las puestas en escena eran carísimas y se buscaba que se notara; cuanta más ostentación, mejor. En casi todos los casos, se representaban una única vez. Y no sólo eran costosas, sino también largas, larguísimas, porque, también aquí, entre los actos había complejos intermezzi. En general, la música y el texto tenían menos importancia que lo visual. El encargado de esto le decía, por carta, al responsable de un lujoso evento: “Agregaré dos máquinas. Una será para Juno, con un carro conducido por dos pavos reales; la otra será una nube que se abrirá y, al abrirse, revelará a Palas, armada, sobre un corcel fulgurante, junto a Belona, que estará de pie llevando la brida”. El público, atónito.
Pero la ópera cortesana fue pronto eclipsada por otra forma de concebir el teatro. En 1637, en Venecia, se abrió la primera sala de ópera empresarial, un nuevo y exitoso entretenimiento destinado a todos aquellos que pudieran pagar la entrada. A fines de siglo había ya, en la ciudad, ¡16! teatros dedicados a este género, que habían estrenado más de ¡350! obras. Éstas se mantenían en cartel mientras hubiera público interesado en ellas y las puestas en escena eran, por supuesto, mucho menos costosas que las de las cortes, lo que, al desviar el interés de lo visual, benefició a nuestras dos hermanas. Sin embargo, más adelante, la representación operística adquirió el carácter de acontecimiento social, más que artístico[19]. Por lo menos algunos de los teatros tenían palcos en los que se podía recibir visitas, comer, beber, dormir y, si se deseaba, disfrutar de la representación de la ópera, género que, en el transcurso del siglo XVII, conquistó, primero Italia y, después, el continente.
El avance del estilo monódico permitió una comunicación más profunda entre la música y el texto. O, mejor dicho, entre el canto y el texto, porque durante un tiempo, tanto la orquesta como el drama quedaron minimizados. El aspecto vocal de la música dedica ahora más recursos a destacar el significado de lo que se dice. Viene en su ayuda la ampliación de algunos procedimientos técnicos (por ejemplo, un uso más libre de la disonancia expresiva), que crece aún más debido justamente a la nueva tarea. También contribuye el hecho de que la música religiosa vaya en retroceso, aunque siga siendo sumamente importante. Si un compositor escribe diez misas, debe encontrar diez soluciones musicales para un mismo texto. Resultará inevitable que aquéllas tengan mayor relevancia que éste. Si compone diez óperas, en cambio, en cada una de ellas tendrá un desafío diferente. Parecería que las hermanas inician una relación casi incestuosa, pero no. La ambición dominante de la música vuelve a hacerse presente.
LOS VERDUGOS
En el siglo XVI se inicia la independización de los instrumentos, que se consolida en el XVII, aunque es del XV la primera clasificación conocida. En ella se los divide en “altos” y “bajos”, pero no se refiere a la altura de los sonidos, sino al ruido que hacen: los primeros son los que hacen mucho y los otros, los que hacen menos.
En el comienzo de la Edad Media -ya se dijo- estaban oficialmente prohibidos por la Iglesia, en especial, por su estrecha vinculación con el pasado pagano. Después, con la excepción del órgano, que pasó a ser el instrumento eclesiástico por excelencia, se autorizaban o no, alternativamente, según quién fuera la autoridad en cada momento. Y, no sólo durante el medioevo, sino también todo a lo largo del Renacimiento, la verdadera música era la que se cantaba. Más bien se despreciaba a los instrumentistas.
Todos los compositores de estos dos períodos -Edad Media y Renacimiento- son cantantes y/o directores de coro (lo que posteriormente cambiará: los grandes autores serán, hasta más o menos la mitad del siglo XIX, casi sin excepciones, eximios instrumentistas: Corelli, Vivaldi, Bach, Haendel, Mozart, Beethoven, Chopin y un larguísimo etcétera).
Empezamos a tener información importante sobre cómo era el uso de instrumentos ya en el final de la Edad Media. Además de su utilización por parte de la nobleza (y de la Iglesia, a pesar de las resistencias internas), tenemos noticias de su utilización en las ciudades, porque aparece el músico municipal, en coincidencia con el crecimiento urbano. Éste tenía también la función de vigilante. En cada ciudad de varios países había un torrero[20], empleado público cuya función era dar la alarma en caso de incendio y advertir sobre la llegada de viajeros desde la torre, en la que vivía. Lo hacía por medio de la chirimía (un oboe primitivo), que era el instrumento más ruidoso permitido. No podía usar trompeta porque estaba reservada a la aristocracia, ni sacabuche (un antecesor del trombón), que era para la Iglesia. Asimismo, podía tener la tarea de tañer las campanas antes de los servicios religiosos y de anunciar las horas, si el reloj de la ciudad no tenía carillón.
Pero su trabajo principal era hacer música. Como todos los oficios de la época, los músicos de la ciudad estaban organizados en gremios, con sus correspondientes uniformes e insignias. La formación tenía una duración de cinco años. Tocaban en bodas, entierros, fiestas cívicas y particulares y, también, acompañaban a los pregoneros, anunciándolos.
La aparición de este tipo de actividad musical está directamente relacionada con el fortalecimiento de una clase media que quería tener acceso a las mismas manifestaciones simbólicas que la nobleza.
El mundo estaba cambiando y nadie lo podía evitar: finalmente, los instrumentos fueron aceptados en todos los ámbitos. Es probable, sin embargo, que el notable incremento de la música instrumental en el siglo XVI sea más aparente que real, que de la música no cantada anterior a esta fecha, se tengan menos noticias porque no se escribía. Y no se escribía, en buena medida, porque todavía cargaba sobre las espaldas el estigma de su paganismo. Pero es un hecho que el estatus de los ejecutantes sí mejoró. En esta época se inicia la publicación de libros, dirigidos a los músicos prácticos, que describen instrumentos o dan instrucciones para la ejecución. Aparecen también algunas de las famosas “dinastías” de constructores, que continúan durante el XVII: Amati, Guarneri, Stradivari, que son causa y efecto de la explosiva popularidad del violín y de la normalización de la familia de las cuerdas (violín, viola, violonchelo y contrabajo), que se mantiene hasta nuestros días.
Mucho más variados y versátiles que la voz humana, los instrumentos se convierten en los verdugos de la voz o, lo que es lo mismo, de la palabra. No la destruyen, pero la desplazan, parecería que en forma definitiva, a un lugar subordinado.
Y en esta época aparece un nuevo actor en nuestro drama, al que no me atrevo a llamar verdugo por temor a ganarme muchos enemigos. Tiene un aspecto positivo, pero, en mi opinión, ocasiona enormes perjuicios a ambas hermanas. Me refiero al virtuoso[21]. Contribuye al aumento de las posibilidades técnicas, lo cual acrecienta los recursos expresivos y ello constituye, sin lugar a dudas, un importante beneficio. Pero el virtuosismo introduce una nueva forma de escuchar -y de componer-, que tiende a transformar el arte en deporte o en circo, alejándolo de su verdadero significado.
Uno de los ejemplos más ilustrativos está en lo que ocurre con la ópera, apenas unas décadas después de su nacimiento. Aquel sesudo invento florentino, que pretendía reconstruir algo tan serio como la tragedia clásica, se convierte -transitoriamente- en un frívolo espectáculo en el que ni música ni drama tienen valor. Lo único que se tiene en cuenta es el lucimiento del cantante.
Y una de las formas musicales más adecuadas para esa exhibición es la llamada aria da capo. El aria es una larga melodía, casi siempre vocal, que puede encontrarse en toda obra de carácter lírico, como ópera, cantata, oratorio, etc. Da capo significa “desde la cabeza”, desde el principio. Este tipo de aria tiene tres partes y la tercera es la reiteración de la primera (ABA), de ahí el da capo. Pero los cantantes no se limitaban a repetir el primer segmento. Una crónica del siglo XVII afirma que “quien en la última parte no exhiba todo el virtuosismo posible para ‘embellecer’ la composición es un mal artista”.
Desde el siglo XIII[22], en Italia, se llevaba a cabo probablemente la mayor atrocidad en la historia del arte accidental. Se realizaba cierta forma de castración, antes de la pubertad, a los niños de más bella voz, para que así la conservaran. Los así mutilados estaban al servicio de los papas. De ese modo se aseguraban cantantes con registro femenino, ya que existía la prohibición de que las mujeres cantaran en la iglesia y en los escenarios. A partir del siglo XVII comenzaron a presentarse fuera de la Iglesia y tuvieron un inmenso éxito. Los mejores castrati se convirtieron, a lo largo del XVIII, en las grandes superstars de la época. Debido a que la interdicción eclesiástica no se cumplía estrictamente -lo cual no eliminó el hábito de castrar-, aparecieron también numerosas prime donne.
Los cantantes famosos eran verdaderos dictadores. Hay casos, por ejemplo, de divo/as que, insatisfecho/as con un aria, le exigieron al compositor que escribiera otra.
Se hizo bastante común hacer competir a los instrumentistas. Hubo un match frustrado entre Bach y un organista francés, que huyó de la ciudad la noche anterior. Sí se realizaron, en cambio, los duelos entre Haendel y Domenico Scarlatti, entre Mozart y Clementi, entre Beethoven y Gelinek. Los niños prodigio eran exhibidos junto a malabaristas y acróbatas. Y Paganini - quien, según se comentaba, debía su virtuosismo al diablo, con el que había pactado- seguía tocando en las presentaciones a pesar de haber roto, a propósito, cuerdas de su violín.
Con los ejemplos anteriores llegamos casi a la mitad del siglo XIX, pero el virtuosismo no es cosa del pasado. Debido a la tecnología, tal vez esté hoy más generalizado aún. Esta permite corregir errores cometidos por el artista en una grabación y, entonces, se le exige que toque en vivo del mismo modo que se oye en lo grabado. En definitiva, terminamos imitando a la máquina. Hay, además, una especie de conjura de la técnica contra la musicalidad. En los concursos internacionales de piano es imposible ganar si se han tocado “sucias” un par de notas. (Tocar “sucio” es presionar ligeramente una tecla inmediata a la adecuada, junto con ésta.) Y si no se ganan concursos no se consigue manager. Y si no se consigue manager, no hay carrera internacional, no importa cuán bueno sea musicalmente el artista.
SIGLOS XVIII Y XIX, EL AVANCE DE LOS TRIUNFADORES
Como en la historia los procesos son lentos, todavía por lo menos durante la primera mitad del siglo XVIII, la voz conserva un lugar muy privilegiado. Haendel, que vivió buena parte de su vida en Inglaterra (y allí murió), ganó fama, primero con sus óperas y después con los oratorios[23]. Bach, que nunca salió de Alemania, se consideraba “un artesano al servicio de Dios”, y la forma de servirlo era componer música cantada (se conservan 200 de las más de 300 cantatas que escribió, además de las dos pasiones, la misa en si menor, el magnificat, etc.; nunca se interesó por la ópera). De Rameau[24], el más importante compositor francés del barroco tardío, se destacan las óperas (francesas, claro, distintas de las que compuso Haendel, que era un alemán italianizado, naturalizado inglés). Y al otro autor más relevante de este período, Vivaldi, lo conocemos por sus conciertos, pero también tiene en su haber muchas óperas y música religiosa. (Por qué, se preguntarán, no se representan las óperas barrocas. Pues porque se consideran dramáticamente muy pobres. Sólo aparecen, en el repertorio de los cantantes, algunas arias de las de Haendel.) Sin embargo, tres de los cuatro creadores mencionados -los dos alemanes y el italiano- fueron apreciados como excepcionales instrumentistas.
En el período clásico, que comienza aproximadamente en la segunda mitad del siglo XVIII (se consolida un poco después), se produce el punto de inflexión a favor de los instrumentos. Aunque la voz -y su compañera, la palabra- continúan su retroceso relativo, en ese período -y es sólo un ejemplo-, Mozart escribe nada menos que sus óperas y el réquiem (además de muchas misas y otras piezas cantadas). Pero, en sus sólo 36 años de vida, nos deja más de 40 sinfonías, decenas de conciertos y muchísimas obras de cámara, todas ellas puramente instrumentales. Y es, también, un formidable pianista.
No obstante, en el siglo XIX se producen nuevos intentos de rehabilitar la palabra. Uno es el lied, que busca un equilibrio entre texto y música. Normalmente, la palabra lied se traduce como “canción”, término que sólo nos aproxima a su significado. Se remonta al siglo XVIII, al clasicismo, pero su culminación la encontramos en el protorromántico Schubert y en Schumann, el romántico pleno -tal vez el más ideológicamente romántico de los románticos-, además de en una pléyade de figuras, no siempre menores. Los textos son, en general, de muy buena calidad: Goethe, Heine, Eichendorff, aparecen frecuentemente aportando las palabras. Y, entre muchos otros, poetas como Chamisso o Geibel[25]. Lo más frecuente es que la voz esté acompañada por el piano. En verdad, el verbo “acompañar” no es el más adecuado, porque a partir de cierto momento en Schubert y en casi todo Schumann (lo mismo que en otros compositores), hay un verdadero diálogo entre voz e instrumento, los dos son protagonistas. Sobre el final del siglo nos encontramos también con el lied sinfónico de Mahler.
El romanticismo es un movimiento lleno de contradicciones. La más notoria, tal vez, sea que en su unánime rechazo al presente, unos románticos idealizan la Edad Media (por ejemplo, Walter Scott en sus novelas), época que consideran “la más poética”, mientras otros reivindican la revolución (el pintor Delacroix o el joven Wagner) y escriben “la música del futuro” (el mismo Wagner y Liszt). Hay varias más, pero una de ellas viene exactamente al caso de lo que estamos tratando. Mientras el autor de Tristán -un emblema del romanticismo tardío- busca restituir la gloria del drama, otros, en abierta oposición a lo que él sostiene, establecen la superioridad de la música “absoluta”, de aquella que está libre de cualquier tipo de representación, asestando así el golpe de gracia a la palabra. Dice el filósofo Schopenhauer, cuyo pensamiento, curiosamente, influyó mucho a Wagner: “La música es imagen y encarnación de la realidad más íntima del mundo, la expresión inmediata de los sentimientos e impulsos vitales universales en una forma concreta, definida.” Es decir que, para él -y para la mayoría de sus contemporáneos-, es el fin y no el medio, como sostenía Wagner. (En Alemania, numerosos filósofos opinaron sobre cuestiones musicales y fueron muy tenidos en cuenta.)
El concepto de patria procede de la Revolución Francesa, antes prácticamente no existía. (Era perfectamente normal, por ejemplo, que un rey extranjero gobernara en cualquier país o que, en algunas regiones, la población campesina se identificara más por la religión que por la nacionalidad.) El interés de los románticos por lo popular contribuye al desarrollo del sentimiento de pertenencia a una determinada cultura, al despertar del nacionalismo. Constituye una de las formas que tuvieron de manifestar su desconformidad con el presente: al pasado nos remite la cultura del pueblo. Por lo menos como fenómeno generalizado, el nacionalismo llegó a la música con cierto retraso, en esta primera etapa más como elemento decorativo que estructural[28].
En ese sentido, veamos qué pasa con Smetana y Dvorak, dos importantes compositores nacionalistas que provienen del mismo país, la actual República Checa.
El primero se ha hecho famoso por su poema sinfónico El Moldava. Esta música tiene poco de popular, poco de checo. Lo que sí resulta novedoso es el tema elegido: el moldava es el principal río del país y este poema sinfónico forma parte de un ciclo denominado Mi patria. Smetana fue particularmente apreciado en su tierra por las óperas que compuso, en cierta medida porque el texto está en idioma nacional. Este territorio pertenecía al Imperio Austríaco y el idioma de las personas educadas era el alemán. Cuando en la década de 1860 adoptó el nacionalismo, Smetana debió practicar el checo, que no dominaba (se conservan los cuadernos con sus ejercicios gramaticales). El idioma es, por supuesto, un factor importantísimo para que un pueblo se identifique consigo mismo. Entonces, si bien musicalmente no aportó mucho, sí lo hizo al nacionalismo checo en general[29].
Dvorak pertenece a la siguiente generación, muere a comienzos del siglo XX. Usa distintos elementos del folclore eslavo, dentro del estilo romántico de la época. Tiene mucho éxito y su prestigio hace que, en 1892, sea contratado como director artístico y profesor de composición del Conservatorio Nacional de Nueva York -ciudad emergente-, con un salario 15 veces mayor al que recibía en Praga, y la esperanza de que siente las bases de un estilo americano. Para lograr esto último se dice que hizo cantar spirituals y canciones de las plantaciones sureñas a un estudiante negro, que obtuvo transcripciones de música indígena y que estudió el libro “Acerca de la música de los salvajes norteamericanos”. Parece que nada más. En artículos periodísticos manifestó después sus ideas acerca de cuáles recursos técnicos debía incluir el estilo americano, recursos que él mismo empleó -poco- en sus obras americanas. La más conocida de ellas es la Sinfonía del Nuevo Mundo, en la que creyó representar el espíritu de negros e indígenas.
El nacionalismo musical del siglo XIX se desarrolló sobre todo -aunque no sólo- en los territorios políticamente sojuzgados (como es el caso de Bohemia, una de las regiones de la República Checa, a la que pertenecían Smetana y Dvorak) y en los culturalmente dependientes (como Rusia), que nos ocupará ahora.
Este enorme país era, en ese siglo -por lo menos hasta la derrota en la guerra de Crimea, que redujo su posición-, una de las mayores potencias europeas y, sin duda, la más retrógrada. E insólita: el idioma de la corte y de las clases dominantes era el francés; en ocasiones, los señores podían hablar en ruso, pero nunca con las damas. No obstante, en esa época es el escenario de una gran efervescencia cultural y se constituyen dos tendencias: los occidentalistas y los eslavófilos. Los primeros buscan el acercamiento a occidente para lograr la modernización del país, terriblemente atrasado; los otros defienden la vieja Rusia feudal. Pero, con el transcurrir de los años, ambas corrientes se entremezclan y, finalmente, toda la intelectualidad adopta cierta forma de eslavofilia (nacionalismo).
En cuanto a la música, desde el siglo XVIII también el lenguaje venía de afuera, sobre todo de Italia. Pero en la segunda mitad del XIX se definen con bastante claridad dos “escuelas” propiamente rusas: una nacionalista y otra occidentalista. En la primera, se destaca el llamado “grupo de los 5” -se autodenominaba ‘grupo poderoso’-, integrado por Balakirev (que era el líder), Rimsky Korsakov, Musorgski, Borodin y Cui.
Una característica peculiar de todos ellos es que, al principio, eran aficionados, con una profunda desconfianza hacia la enseñanza académica. Con el tiempo, la mayoría modificó su actitud, unos menos, otros más; Musorgski, no[30], lo cual le significó un consciente aislamiento. “Europa es necesaria, pero no hay que quedar atrapado en ella”, decía. Su intención era desarrollar una melodía ‘creada por el lenguaje’, coincidente, en lo posible, con los acentos de la palabra (rusa) hablada. Pero no debe verse en esto un predominio del texto sobre la música (como en el canto gregoriano o en la monodia florentina), sino un sólido apoyo en la búsqueda de sus objetivos musicales realistas (ya muy alejados del romanticismo). Su obra más conocida es Cuadros de una exposición, la única pieza pianística suya que integra el repertorio de los instrumentistas. Sus mayores aciertos con la voz son la ópera Boris Godunov y algunas canciones. El Boris es un gran drama épico, un impresionante monumento a la Rusia ancestral. Sus canciones, muy poco conocidas -tal vez porque no se dejaron atrapar por Europa-, algunos dicen que están entre las mejores del siglo XIX. Yo estoy de acuerdo. Las más logradas se pueden encontrar (no sólo) en los ciclos Cuarto de niños, Sin sol y Cantos y danzas de la muerte. Al tener una formación técnica insuficiente, Musorgski tuvo que encontrar soluciones propias, ajenas a las fórmulas académicas. Entre otras cosas, recurrió a la naturaleza modal, no tonal[31], de la música popular rusa. En sus últimos años estaba totalmente alcoholizado, como se puede apreciar en el retrato que le hizo el pintor Lépin en los últimos meses de su vida (aunque siguió componiendo como si nada). No dejó en Rusia herederos musicales, pero sí influyó en compositores de occidente, entre ellos Debussy.
Aunque profundamente francesa, a la música de Debussy[32] le cuadra la frase musorgskeana de no dejarse atrapar por Europa, al menos por la “oficial”. Llevó los oídos atrás en el tiempo, también a la periferia (España, Rusia) y afuera (por ejemplo, al teatro de Anam y al gamelan de Balí, que descubrió en 1889, en la Exposición Internacional de París, uno de esos eventos, organizados, más que nada, para demostrar la “superioridad” europea en particular, y la del hombre blanco en general). Wagneriano convencido en su juventud (hay que incluirlo en la lista de peregrinos a Bayreuth), se convirtió luego en el abanderado de la reacción contra el vendaval germánico, aunque Wagner le resulta “un bello ocaso que erróneamente pudo tomarse por un amanecer”. Pero, junto a esta respetuosa definición, afirma también, en otro momento: “No hay en su música ni un solo acorde ni una sola sucesión insólita… En el fondo es un clásico… Llamo clásico a todo compositor que crea en la existencia de un solo modo mayor y un solo modo menor, con exclusión de toda otra escala. Llamo clásico a aquél que siempre resuelve de igual manera los llamados acordes disonantes, sometiéndose al concepto de pretendidas necesidades consignadas por los tratados, criterios puramente convencionales de apenas tres siglos de existencia, eminentemente variables puesto que carecen de valor fuera de lo que se designa como música europea”. Se queja, en otra oportunidad, de la necesidad germánica de insistir e insistir en lo mismo, de decir todo, en vez de hacer un arte de alusiones, de “misteriosas analogías”, que es completado por la imaginación del oyente.
En 1902 se produce el triunfal estreno de su ópera Pelléas et Mélisande, éxito que demuestra la profunda necesidad del público francés de tener algo propio que oponer al alud wagneriano y a la chabacanería de cierta producción gala. Y digo esto porque Pelléas es una obra, diría, poco común: muy extensa y en la que predomina una melodía cercana al recitativo, adecuada a lo que su autor se proponía antes de componerla: “desearía que ésta [la música] pareciese salir de la sombra y que instantes después volviese a ella; que fuera siempre una persona discreta”. Estamos, creo yo, ante el último intento serio de la palabra de asomar la cabeza.
EL CONFLICTO HOY (O AYER). CONSIDERACIONES FINALES
En el siglo XX nos encontramos con una gran multiplicidad de caminos musicales divergentes, pero muchos tienen en común una mayor complejidad técnica, tanto para instrumentistas como para cantantes. En el caso de estos últimos, se empieza a producir un alejamiento de lo que tradicionalmente se consideraba cantable, de lo cantabile. Esta situación ocurre, entre otros importantes factores, por el triunfo de los instrumentos que, poco a poco a lo largo de la historia, van imponiendo sus condiciones. Al principio, lo melódico era aquello susceptible de ser cantado; surgió después la melodía instrumental, con mucho más medios que la de la voz humana, tanto en extensión como en su posibilidad de grandes saltos y velocidad. Y la voz, en la medida en que podía, se fue “contagiando”. Necesitó de grandes avances técnicos, pero también se fue gestando una nueva concepción.
En la segunda mitad del siglo XX, la música que producen las vanguardias está muy alejada del gusto mayoritario del público, fenómeno que tiene su origen en el siglo XIX. Hasta el XVIII, los compositores escribían casi exclusivamente aquello que les pedían, según el gusto de quienes les pagaban. (Por ejemplo, todo indica que Haydn, en la segunda mitad de ese siglo, abandonó cierto estilo en el que estaba componiendo, porque no le agradaba al príncipe Esterhazy, que era su patrón. Y otra de Haydn: una vez que le preguntaron por qué no había escrito quintetos, contestó: ‘porque nunca me los pidieron’.) Posteriormente, en el romanticismo[33], hay una relativa independización del compositor: empieza a componer, a veces, para un pequeño núcleo de iniciados y, otras, simplemente para el futuro, aunque, en muchas ocasiones, sigue amarrado al que pone el dinero. (El creador musical la tiene más difícil que el escritor o que el pintor para comunicar sus obras a los demás.) Este proceso de distanciamiento entre el que produce y los que consumen tiene su culminación en las décadas siguientes a la segunda guerra mundial.
Uno de los grandes compositores de ese período, el italiano Luciano Berio, nos ofrece obras que me parecen adecuadas para finalizar este viaje, porque muestran la total destrucción del papel tradicional asignado a la voz, convertida ahora en un instrumento más, incluso en algún caso sin ningún texto, y alejadísima del concepto de cantabile. (Como antecedente se puede mencionar a Debussy: en el tercer movimiento, Sirenas, de sus Nocturnos para orquesta, emplea voces femeninas sin palabras, sólo vocalizando.) Creo que en esta conversión de lo vocal en instrumental juega un papel significativo la música electroacústica, aquella que emplea recursos provenientes de la electrónica y que surge en la misma época. En ella es frecuente que se recurra a la manipulación tecnológica de la voz. De las obras de Berio elegí dos: la Sequenza III, para voz sola, en la que todavía hay fragmentos de texto, aunque no importa su significado (el link muestra, además, la partitura, con una notación que poco tiene que ver con la tradicional) y O king (dedicada a Martin Luther King), para voz y un grupo instrumental de 5, pieza que, por el tratamiento del canto, bien puede considerarse para 6 instrumentos[34].
Para terminar, quiero que nos ubiquemos, con mayor precisión, en el fenómeno que hemos estado analizando. Los conflictos familiares, los frecuentes desencuentros entre las dos hermanas, así como los intentos palabricidas de la música, se dan en la llamada “clásica”, no en la “popular”. ¿Se pueden imaginar el bolero sin letra? Sí el tango, más influido por la música “culta”, penetrado por el afán analítico, “desintegrador” de la cultura occidental, aunque, ¿qué sería sin Gardel? (Claro que la orquesta de Troilo -y quizás aún más su dúo con Grela- nos ha dejado auténticas maravillas.) Ambos -bolero y tango-, más o menos en la misma época, recibieron el influjo de la literatura de moda, produciendo olvidables pastiches. Sin embargo, en los dos, el texto es, por lo menos, tan importante como la música. Y hallamos, también, al tercer miembro de la familia, que mencionábamos al comienzo de la primera parte, cuyo género variará según le llamemos danza o baile. En lo popular nos encontramos, con frecuencia, no a las dos, sino a las tres hermanas caminando juntas tomadas de la mano.
[1] Se recuerda que, en 1054, se produjo el cisma que separó a la Iglesia de occidente de la(s) de oriente. Y que en 1309 hubo otro, transitorio, durante el cual se dividió el gobierno de la Iglesia: un papa en Roma y otro en Aviñón.
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[2] El uso de las lenguas vernáculas forma parte del proceso, por el cual, los intereses nacionales van destruyendo el pretendido monolitismo de Europa. Aunque cada vez menos, el latín se sigue utilizando en la Alemania protestante hasta el siglo XVIII, en el que todavía se emplea en misas y motetes. El Magnificat de Bach tiene texto latino.
[4] El caso más extremo es el de Ulrico Suinglio, en Suiza, quien no sólo proscribió el arte, sino que mandó destrozar los órganos; el de Zurich, delante del organista, que contemplaba la escena llorando.
[5] Cuando la embestida puritana, lo expulsaron de su cargo de cantor de la capilla papal por estar casado.
[6] En 1584, cuando trabajaba en Munich, se programó un motete suyo para el día de Corpus Christi. La procesión fue sorprendida por una violenta tormenta, pero cuando se entonó su música, el tiempo mejoró abruptamente. Como consecuencia,, el motete se cantó todos los años en esa celebración.
[7] Desde su muerte, en 1750, hasta la segunda década del siglo XIX, fue casi completamente olvidado. Sólo los músicos lo conocían (aunque no mucho) y lo admiraban. Beethoven hacía un significativo juego de palabras: “Bach es un océano”, lo que, todo traducido del alemán, sería, “Arroyo es un océano”. En 1829, Mendelssohn lo “recuperó” para el público con una ejecución de La pasión según san Mateo, a la que hizo cortes y “arreglos”, como era habitual en la época.
[8] Y fue en ese momento que el idioma italiano empezó a “universalizarse” en la música: andante con moto, allegro ma non troppo, etc.
[10] Do, re, mi, fa, sol, la, si. En ocasiones, se utilizaba también el si bemol en lugar del si, para evitar “el diablo en música” (así le llamaban), un intervalo muy disonante que se forma entre las notas fa y si y que, como el diablo, provoca(ba) mucho desorden.
[13] Alemania, que había sido el país más progresista de Europa a comienzos del siglo XVI, ya tenía la economía en muy mal estado por la combinación de diversos otros factores.
[14] En 1648, el derrotado rey Carlos I fue declarado traidor y condenado a la decapitación, en una votación parlamentaria de 68 a favor y 67 en contra. Finalizado el período republicano y dictatorial puritano de los Cromwell, de regreso ya al régimen monárquico, se ejecutó a la mayoría de los que habían votado a favor de la muerte del rey. Unos años antes de la primera guerra civil, período de gran tensión política, Carlos I había ordenado que le cortaran las orejas a muchos opositores. ¿Flema inglesa?
[15] La relación de la música y la representación escénica tiene una larga historia en occidente, desde los dramas litúrgicos o no y los misterios medievales hasta el ballet de cour del Renacimiento francés, pasando por los también renacentistas intermezzi , pastorales y ciclos de madrigales dramáticos. La diferencia fundamental entre los géneros mencionados y la ópera estriba en que ésta es, propiamente, una obra de teatro, con acción dramática y personajes representados por actores-cantantes.
Es ilustrativo de la forma en que se apreciaba el arte en esa época, el hecho de que los intermezzi, ubicados entre los distintos actos, podían ser cómicos, mientras la obra en sí era trágica. Y que, con el tiempo, estos intermedios fueron ganando complejidad, extensión e importancia, hasta convertirse en el corazón del espectáculo.
[16] El recitativo fue adoptado por diversos géneros musicales ligados a la escena, aunque no por todos (la ópera alemana y la zarzuela, entre otras, tienen diálogos hablados). El siguiente ejemplo, ajeno a la ópera, muestra el uso que se le daba. En La pasión según san Mateo, Bach concede al recitativo la casi totalidad del texto del evangelio, es decir, de la acción. El resto son comentarios a ese texto.
[17] Formaba parte de una ópera que se ha perdido. Tuvo un inmenso éxito: un cronista del estreno dice que “no hubo ni una sola dama que no vertiese alguna lagrimita” al escucharlo. Y cincuenta años después, otro afirma: “no ha habido casa en la que, habiendo cémbalos o tiorbas, no tuviese el Lamento”. Monteverdi lo reelaboró en varias obras posteriores, monódicas y polifónicas, seculares y sacras.
[18] Hubo también, en ese momento, una ópera romana, más interesada en la religión que en el espectáculo glamoroso. Fue el origen del oratorio, género semioperístico que hoy se mantiene popularmente vivo sobre todo por los que escribió Haendel en el siglo XVIII.
[19] Cuenta ¿la leyenda? que, en ocasiones, le regalaban entradas a los gondoleros y que eran éstos -y el resto del público popular- quienes determinaban el éxito o no de una obra.
[20] Varios antepasados de J. S. Bach, quien tenía atrás siete generaciones de músicos, desempeñaron el oficio de torreros.
[22] Y hasta casi el final del siglo XIX. Existe una patética grabación de Alessandro Moreschi, al que llaman “el último castrado”, realizada a comienzos del siglo XX. Se puede encontrar en Internet con fotografía incluida. Moreschi era integrante del coro de la Capilla Sixtina.
[23] Inventó los oratorios cantados en inglés, sobre temas del Antiguo Testamento. Tuvieron un gran éxito, pero también le ocasionaron problemas. Cuando estrenó El Mesías, en Dublin y no en Londres, por temor a las reacciones negativas, un periódico londinense escribió: “¿Qué pensará de esto [que lo sagrado se presente en un teatro] la posteridad, cuando se lea en la historia que en tal época el pueblo de Inglaterra llegaba a tal altura de impiedad y sacrilegio que se toleraba que las cosas más sagradas fueran utilizadas como diversiones públicas, y eso en un sitio y por unas personas, que eran sólo apropiadas para la representación de piezas ligeras y frívolas y, a menudo, profanas y disolutas?” Por otra parte, al no contar en Dublin con todos los instrumentos, tuvo que reducir (adaptar) la orquesta a cuerdas, dos trompetas y tambor.
[24] En 1722 publica el primer tratado de armonía de la historia, en el que considera que el acorde es el elemento primordial de la música. Como ocurre casi siempre, por lo menos en el arte (no debe ocurrir lo mismo, por ejemplo, en la astronomía), la teoría viene después de la práctica. El acorde se usaba ya desde hacía décadas, pero nadie había teorizado sobre él.
[25] Schumann escribió lieder sobre poemas de ambos, y Nietzsche, que también componía, lo hizo sobre textos del segundo.
[26] Tenía, sin duda, una personalidad avasallante. Cósima Liszt, hija del músico, estaba casada con Hans von Bülow, un famoso director y pianista, amigo personal de Wagner. Éste vivía en Munich. El 29 de junio de 1864, Cósima llega de vacaciones a esa ciudad, con sus dos hijas y una niñera. El 7 de julio, tal como estaba previsto, se presenta von Bülow. Pero ya es tarde. Nueve meses después nace Isolda. (Wagner tenía el hábito de enredarse con las mujeres de amigos y benefactores. Cósima -finalmente como su legítima esposa- lo acompañó hasta la muerte, dos décadas después.)
[27] Tanto se idolatraba a Wagner en vida, que se construyó, en Bayreuth, un teatro para representar exclusivamente sus dramas musicales. Se realizan todavía allí, con regularidad, festivales wagnerianos, pero a fines del siglo XIX, era “obligatorio”, para los intelectuales europeos, asistir, en la fecha correspondiente, a esa meca de la ópera. Bayreuth se transforma en “el templo de la música”. Durante los primeros festivales están prohibidos, incluso, los aplausos y es desde aquí que se impone, en todo el mundo, la oscuridad relativa y el absoluto silencio en la sala durante la ejecución.
[28] Un caso excepcional son las mazurcas de Chopin, en las que elementos de lo popular forman parte esencial de las piezas.
[29] No obstante, en 1848, el año de los grandes movimientos revolucionarios en todo el continente, Smetana le dedica, simultáneamente, sendas marchas a dos instituciones antagónicas: a la Guardia Nacional, que es el órgano represor, y a la Legión de estudiantes radicales, pronto prohibida por las autoridades.
[30] Habría que incluir también a Borodin. No lo hago porque éste, médico y químico, permaneció siempre bastante marginal: la música era para él una actividad secundaria. Su historia es poco común: hijo natural de un noble, recibió el apellido de un siervo de su padre (como era costumbre) y, gracias a que éste los incluyó en el testamento, a él y a su madre, pudo realizar la carrera científica.
[31] En la primera parte de este material me referí a los modos. Señalé que en la Edad Media y el Renacimiento había varios (lo que se llama música modal) y que, posteriormente, se redujeron a dos (la denominada música tonal). Pero esto ocurrió sólo en la llamada música “clásica”; la folclórica se mantuvo fiel al pasado y, por lo tanto, conservó los antiguos modos. Esto ocurre en muchísimos lugares de Europa (Rusia, los Balcanes, Polonia, Hungría, Grecia, España…). En ese momento (últimas décadas del siglo XIX) comienza, entre numerosos músicos “cultos”, un proceso de mirar atrás para ir hacia delante.
[32] Hubo, con respecto a él, un gran malentendido. Al principio sólo se le consideraba un gran representante del esprit francés, por la elegancia y preciosismo de su música. Arnold Schoenberg, el inventor del dodecafonismo y uno de los máximos exponentes del pensamiento musical germánico, pensaba, en la primera mitad del siglo XX, que la música de Debussy no tenía columna vertebral. Recién después de la segunda guerra mundial se comenzó a apreciar el rigor y originalidad de sus construcciones, escondidos bajo esa superficie evanescente. Esto le aseguró un lugar relevante en la evolución musical de ese siglo.
[33] En realidad, esta parcial autonomía del compositor comienza a ocurrir en las últimas décadas del siglo XVIII (Mozart lo intenta y fracasa), pero se consolida en el XIX (Beethoven ya tiene éxito).
[34] Hay dos versiones de esta obra. La otra es para ocho voces y orquesta y forma parte de la Sinfonía.