viernes, 22 de junio de 2012

FUNCIONES DE LA MÚSICA  

Primera parte

La independencia de la música es reciente (y aun hoy, relativa). En su larga vida no ha dejado de estar ligada con algún otro fenómeno social: el trabajo, la magia, la religión,  la guerra, el amor, la demostración de poder, el lucimiento personal, el esparcimiento… En cuanto a su relación con las otras manifestaciones  artísticas, la mayor parte de las veces la han acompañado (o ha acompañado a) la poesía, la danza, el teatro, el cine, pero también se la ha visto junto a la plástica y la arquitectura, por ejemplo en la catedral gótica, reunión de todas las artes para un mismo propósito. Ha cumplido (y cumple), entonces, diversas funciones. Acerquémonos a algunos ejemplos:

ARTISTAS DE VARIEDADES Y CANTOS DE AMOR

La única música que nos ha llegado de los primeros siglos de la Edad Media, la religiosa, estaba al servicio de la fe. Para la Iglesia, lo realmente relevante era el verbo divino; lo demás, por más importancia que se le asignara, eran vehículos para trasmitirlo.

A partir del siglo X tenemos información sobre los juglares[1], (haga click en el número para ir a la llamada) que eran, más bien, artistas populares de variedades: la música era sólo una de sus actividades. A juzgar por este reglamento medieval alemán, ser un buen juglar era realmente complicado: debía “saber inventar, hacer versos, defenderse como espadachín; saber tocar el tambor, el címbalo y la zampoña; saber arrojar manzanas al aire y atraparlas con la punta de un cuchillo; imitar los cantos de los pájaros, saltar a través de aros; tocar la cítara  y la mandolina, manejar el clavicordio y la guitarra, pulsar el laúd de siete cuerdas, acompañar con el violín, hablar y cantar agradablemente”. Por supuesto, es imposible que una misma persona poseyera todas esas habilidades, pero da una idea de lo que se les podía pedir que hicieran. Y esta lista es no sólo incompleta, sino, tal vez, demasiado inclinada hacia la música: en otros documentos se habla también de bailar, domar animales, hacer malabarismos, etc.

La vida en la juglaría era difícil. El derecho secular consideraba “proscriptos” a sus integrantes y no les proporcionaba protección. Por ejemplo, en algunos códigos, si alguien los hería, la reparación era castigar la sombra del agresor. Parece una broma, pero no lo es. Indica hasta qué punto eran marginados y, al mismo tiempo, echa luz sobre la justicia medieval.

Oficialmente, la Iglesia los perseguía, para ella eran malditos; uno de los muchos ejemplos de ello es el sermón de Bertoldo de Ratisbona incluido en el primer material de este mismo blog[2]. Sin embargo, existen documentos que muestran cómo, en ocasiones, algunos juglares eran “contratados” en los monasterios para exhibir sus habilidades[3].

Su suerte fue dispar. Muchos de ellos formaban parte de esa masa de gentes errantes que, en la Edad Media, estaba al margen de la Iglesia y de la sociedad[4].

Pero había diversos niveles de transición entre ese destino y pertenecer al mundo aceptado por el derecho y las costumbres. En la medida en que, de distintas maneras, se “asociaban” a las clases dominantes, estos artistas populares ganaban cierta respetabilidad.

Los había que conseguían ingresar como sirvientes en las cortes de los nobles, en donde su función era ofrecer diferentes formas de entretenimiento.  Otros obtenían trabajo como funcionarios municipales (llamados waits en Inglaterra, Türmer o Stadtpfeifer en Alemania, pifferi en Italia), encargados de vigilar desde la torre  y avisar, ruidosamente, la llegada de forasteros o el inicio de incendios, además de desempeñarse como músicos en distintas actividades de la ciudad. Y, finalmente, estaban los utilizados por troveros y trovadores. En definitiva, tanto aristocracia como burguesía, los estamentos seculares poderosos, contribuyeron a que algunos juglares fueran algo más honorables. Y, con seguridad, las distintas categorías aparecían mezcladas, confundidas unas con otras.

Las palabras trovador y trovero significan lo mismo: el que encuentra o inventa. Se refieren a artistas que vivían en el sur (los trovadores) y el norte (los troveros) de la actual Francia. Sus idiomas eran la langue d’oc y la langue d’oil[5], respectivamente. Aunque se pueden señalar algunas diferencias entre ambos grupos, su actividad era básicamente la misma: se trataba de poetas-compositores-intérpretes, por lo menos en teoría.

El tema central del canto trovadoresco fue el amor cortés, aunque también aparecen la política, la sátira e incluso la religión. (Con respecto a esta última, por lo menos bastantes ejemplos se consideran contrafacta, es decir, textos cantados sobre melodías preexistentes.)

Guillermo de Aquitania
Estos artistas provenían mayoritariamente de la aristocracia (e incluso de la realeza). El primer trovador conocido fue Guillermo IX, duque de Aquitania (que vivió a fines del siglo XI y comienzos del XII), del que sólo ha quedado un fragmento de música. El hecho de que muchos de ellos pertenecieran a la clase dominante hizo posible que su trabajo se conservara; hay más de una docena de manuscritos con  poesías (varios miles) y melodías (sólo unos pocos cientos). ¿Se podrá considerar que esta diferencia de número se debe a que la poesía era más importante que la música? Además, las partituras están escritas en un sistema de notación que no establece el ritmo. Los estudiosos no se han puesto de acuerdo sobre cómo deben sonar y existen varias interpretaciones (cuatro, cinco o más) para una misma melodía.
                         
Frecuentemente, para realizar su cometido, los trovadores aristócratas se vinculaban a juglares, de origen popular. Se sabe que algunos de aquéllos  no sabían cantar ni tocar, pero bien escribir palabras y sonidos; o, al contrario, cantar, sí, y tocar, también, pero nada más que eso; u otras combinaciones, que hay muchas posibles. Por necesidad, entonces, los trovadores requirieron el aporte de los juglares y, surgieron, asimismo, algunos de origen plebeyo -de los mejores, incluso.

Varios de los cancioneros que se conservan incluyen breves notas biográficas, denominadas Vidas; aunque muy poco fiables, son dignas de que se conozcan.

Vida de Jaufre Rudel

Jaufre Rudel fue hombre muy noble y príncipe de Blaia. Y se enamoró de la condesa de Trípoli sin verla, sólo por lo bien que había oído hablar de ella a los peregrinos provenientes de Antioquía. E hizo sobre ella varias canciones con buenas melodías, pero con malos textos. Y, queriendo verla, se hizo cruzado y se echó a la mar. Y en el barco enfermó gravemente, por lo que los que estaban con él creyeron que moriría, pero tanto hicieron que lo llevaron hasta Trípoli casi muerto. Y se lo hicieron saber a la condesa y ella fue a verlo a su lecho, y lo tomó entre sus brazos. Y él supo que era la condesa y recuperó de repente la vista, el oído y la palabra, y alabó a Dios y le dio las gracias porque había conservado su vida hasta poder verla, y así murió entre los brazos de su dama. Y ella lo mandó enterrar con grandes honras en la iglesia de los Templarios, y aquel mismo día se hizo monja por el dolor que le causó su muerte.

El anterior relata la vida de un príncipe; el siguiente, la del hijo de un panadero, trovadores ambos y, el segundo, de los más famosos.

Vida de Bernard de Ventadorn
 
Bernard de Ventadorn
Bernard de Ventadorn (…) fue pobre por su nacimiento, hijo de un servidor que era panadero y encendía el horno para cocer el pan del castillo de Ventadorn. Y creció apuesto y diestro, y sabía escribir bellas canciones y cantarlas (…). Y al vizconde de Ventadorn le gustaban mucho él, sus canciones y su canto (…). Y el vizconde de Ventadorn tenía una esposa bella y alegre y joven y gentil, a quien le gustó micer Bernard y sus canciones y se enamoró de él y él de ella, de modo que hizo para ella sus canciones (…). Su amor duró largo tiempo antes de que el vizconde (…) se diera cuenta. Y cuando el vizconde lo vino a saber, alejó a Bernard e hizo encerrar y custodiar a su esposa. (…) Y él se marchó y fue al palacio de la duquesa de Normandía, que era joven y de gran valor (…) y lo alabó con hermosas palabras (…).Se quedó mucho tiempo en la corte de la duquesa y se enamoró de ella y la señora se enamoró de él y por este amor micer Bernard compuso muchas y hermosas canciones. Pero el rey Enrique de Inglaterra la tomó por esposa y la arrancó de Normandía (…) y micer Bernard quedó triste y doliente, y se marchó de allí y fue a ver al buen conde Raimundo de Tolosa y se quedó con él, en su corte, hasta que el conde murió. Y cuando el conde hubo muerto, micer Bernard abandonó el mundo, las poesías y el canto y los placeres del siglo y entró en la abadía de Dalon y allí terminó su vida. Y todo lo que os he narrado me fue narrado y dicho por el vizconde Ebles de Ventadorn, el cual fue hijo de la vizcondesa a la que micer Bernard tanto amó.


Una diferencia entre las piezas de los trovadores y los troveros es que algunas de las de estos últimos están escritas a varias voces, mientras que las de aquéllos son siempre monofónicas.

Jeu de Robin et Marion 
El más conocido de los troveros es Adam de la Halle[6], también de origen plebeyo, que vivió en el siglo XIII. Su obra más famosa, el Jeu de Robin et Marion, una balada dramática perteneciente al género de las pastorelas. Los textos de éstas tienen un tema recurrente, que gira en torno a la historia de un caballero que corteja a una pastorcilla, quien a veces sucumbe y otras pide auxilio y es rescatada. El Jeu… de Adam se refiere al mismo asunto, aunque con distinto final: Robin y Marion son pastores y pareja; un caballero la pretende y ella se lo cuenta a su amado, quien se indigna y se apresta a arreglar cuentas con él. Pero transitoriamente se olvidan del problema, desayunan, cantan y Robin baila para Marion. De pronto recuerda el peligro que acecha a su novia y va a buscar la colaboración de dos amigos. Vuelve y se encuentra con el caballero, que regresa a finalizar su faena. Y, en ese momento, la línea argumental cambia el rumbo previsto. El señor feudal abofetea al pastor y se lleva a Marion en su caballo (los amigos todavía no han llegado). Ella le suplica que la deje volver a su casa, a lo cual él accede, porque tiene un alma noble. La joven regresa y los cuatro (porque ahora sí han llegado los dos amigos), felices por el desenlace, se divierten practicando distintos juegos folclóricos.

Es ésta la primera pieza musical (conocida) en la historia del teatro, cuando aún éste no había roto sus vínculos con los juegos escénicos de folclore.


Juglares y trovadores hacían música, pero no era su única actividad ni, muchas veces, la más importante. Bailarines, acróbatas, domadores, titiriteros, espadachines y quién sabe cuántas cosas más debían ser los primeros para entretener a un público ávido de esparcimiento, en una sociedad monótona y sombría. Músicos y poetas, los trovadores estaban casi siempre muy interesados en conquistar con su arte los corazones femeninos. La eficacia de este medio para acceder al amor parece estar confirmada por el Libro del cortesano, escrito en el siglo XVI, en pleno Renacimiento, por Baldassare Castiglioni: “No me agrada el cortesano si no es también un músico (…).  Y principalmente en las cortes (…) se hacen muchas cosas para agradar a las mujeres, cuyo tierno y suave pecho pronto se conmueve con la melodía y se llena de dulzura. Por tanto, no es extraño que en otras épocas y ahora se hayan sentido inclinadas hacia los músicos (…)”.

¿MÚSICOS O DEPORTISTAS?

Otro elemento presente en muchos momentos de la historia de la música que, desde el intérprete, privilegia el lucimiento personal y,  desde el público, el gusto por los “deportes extremos”, es el virtuosismo.

En él se enfrentan dos factores que no son en sí contradictorios, sino en cierta medida complementarios: la técnica y la expresividad. Ésta queda muy limitada,  la mayoría de las veces, si aquélla está ausente. Y la técnica sola…[7] El problema es encontrar el límite entre una y otra, lo que no es fácil. ¿Dónde termina la técnica “buena” y dónde, la “mala”? Quiero decir: ¿cuándo la técnica deja de ser un medio para convertirse en un fin en sí misma?, ¿en qué momento abandona su función de auxiliar de la música para adquirir vida propia?[8]

Es que los humanos tenemos un particular placer por ser testigos –ya que resulta muy difícil ser actores- o, por lo menos, tomar de algún modo contacto con lo único, con lo excepcional. (Probablemente, el ejemplo más caricaturesco de esa inclinación sea el libro Guiness.)

Aulós
El deleite con el virtuosismo viene desde la Antigüedad. En el siglo IV a. C., es decir, hace 2.500 años, Aristóteles se quejaba del exceso de adiestramiento que existía en la educación musical griega: “Habrá de adquirirse la medida justa [de adiestramiento] si los estudiantes de música se abstienen de las artes que se practican en los torneos profesionales y no tratan de alcanzar las fantásticas maravillas de la ejecución que ahora están de moda en dichos torneos, de los cuales han pasado a la educación[9].”
             
Cítara
Torneos de aulós y de cítara eran, justamente, a los que se refería Aristóteles en el texto transcrito, dos instrumentos que habían adquirido gran popularidad desde el siglo anterior, el V a. C.

MÚSICOS MUTILADOS

En la música occidental, el virtuosismo tuvo un impresionante auge a partir del período barroco, o sea, desde el siglo XVII.

Como todavía en ese tiempo, la música más apreciada era la que se cantaba, cantantes fueron los primeros virtuosos. Y, dentro de ellos, una categoría relativamente nueva: los castrati. Hay que buscar su origen en una bula del papa Paulo IV[10], en el siglo XVI, que prohibió a las mujeres cantar en las iglesias, lo que después se extendió a los teatros. La disposición papal se basó en las palabras de san Pablo: “Las mujeres deben mantener silencio en la iglesia”. Entonces, los castrati comienzan, ya en ese siglo, a aparecer cantando en Roma, pero es en el XVII que los encontramos en la música secular, en la ópera, la cual, nacida en Italia, pronto conquista Europa. Su éxito se basaba, musicalmente, en que unían el registro agudo de los niños con la potencia de los adultos. Y, extramusicalmente, los rodeaba, sin duda, una inquietante aura de misterio.

El procedimiento se realizaba casi exclusivamente en la península itálica, donde se calcula que se hacían unas 4.000 intervenciones por año. Se castraba a los niños con buena voz antes de que la cambiaran, sobre todo (no sólo) a los de familias pobres. Era frecuente que los propios padres los ofrecieran, para así supuestamente asegurarles un futuro mejor.

 Se conserva una escalofriante carta de un adulto a un niño que se resistía a ser castrado:
“No me sorprende que tengas una aversión insuperable hasta ahora por aquello que más te importa en el mundo. La gente ordinaria y poco refinada te ha hablado sin rodeos sobre tu castración. Es una expresión tan fea y horrible que habría repugnado a una mente mucho menos delicada que la tuya. Por mi parte, intentaré conseguir tu fortuna de una manera menos desagradable y te diré, utilizando la insinuación, que necesitas suavizarte por medio de una pequeña operación que garantizará la delicadeza de tu complexión por muchos años y la belleza de tu voz para el resto de tu vida”. Después de enumerar los inconvenientes de no castrarse, termina: “Protégete de todos estos males con una operación rápida; sólo estarás comprometido  contigo mismo, disfrutando de la gloria después de este pequeño asunto que te conseguirá, tanto fortuna como la amistad del mundo. Si vivo lo suficiente para verte cuando tu voz se haya roto y te haya crecido la barba, te lo reprocharé ampliamente. Evita que esto ocurra y créeme el más sincero de tus amigos”.

Muchas veces eran los barberos los encargados de la intervención quirúrgica. Como las condiciones higiénicas eran pésimas, era relativamente alto el índice de mortalidad. (Según la edad a la que fueran operados, los sobrevivientes quedaban o no en condiciones de mantener después relaciones sexuales; lo que no podían, naturalmente, era tener descendencia.)
Cuando se reponían, ingresaban en escuelas de canto, en donde se dice que recibían un trato  preferencial, junto a otros niños no castrados. El inglés Charles Burney -considerado el primer historiador de la música-, que recorrió Europa en el siglo XVIII recogiendo información para su obra general, nos dice al respecto: “(…) los castrati no parecían disfrutar mucho de sus años de entrenamiento (…). Los duros métodos de aquellos días no tenían muy en cuenta las dificultades psicológicas que debían asaltar a aquellos seres separados de la sociedad normal y que, sin duda, debieron sufrir la despiadada crueldad de los otros estudiantes cuando sus profesores giraban la espalda”.

Además, sólo una minoría lograba ganarse la vida con la música (hay quienes calculan que únicamente un 10%). El resto estaba condenado a una vida marginal, despreciados por la sociedad y discriminados incluso por la Iglesia que, en definitiva, era la que había originado esta aberración al prohibir el canto público femenino. Y dentro de este reducido grupo de “afortunados”, sólo unos pocos (otra vez se cree que más o menos un 10%) alcanzaban la fama.

Farinelli (al centro) con Metastasio,
importantísimo libretista de ópera, y otros.

El más célebre de todos fue Carlo Broschi (Farinelli)[11], quien amasó una cuantiosa fortuna y alternó con lo más conspicuo de la sociedad europea. Durante muchos años fue el cantante personal del rey español Felipe V y se dice que tuvo influencia en muchas importantes decisiones de Estado.

A partir del siglo XVIII, Inglaterra se convirtió en un voraz consumidor de música. Ya en la primera mitad de esa centuria fue “conquistada” por Haendel[12], un alemán que había estudiado en Italia y que se propuso -con éxito- transformarse en músico oficial inglés. Además de compositor e intérprete (fundamentalmente organista), Haendel fue también empresario. En ese sentido, tuvo activa participación en compañías de ópera y, asimismo, invirtió (no mucho, 500 libras) en la South Sea Company, compañía que, después de un impresionante boom, quebró estrepitosamente; se dedicaba, sobre todo, al tráfico de esclavos.

La primera empresa musical en la que intervino fue la Royal Academy of Music, creada para afianzar la ópera en Inglaterra, con patrocinio del rey. En ella era sólo un empleado -director musical-, con la función de formar y dirigir la compañía, que era artística y comercial. Su salario, 800 libras anuales; la composición se le pagaba aparte.

Fue enviado al extranjero a reclutar cantantes, con autorización para contratar a Senesino, uno de los castrati más famosos. Regresó sin Senesino, aparentemente porque las exigencias económicas de éste eran demasiado grandes. Pero sí llevó a la soprano Margherita Durastante, quien recibió 3.000 libras por una temporada de tres meses. Este hecho muestra la importancia que se asignaba a los virtuosos.

La Royal Academy fue pésimamente administrada: gastó mucho más de lo que recaudaba; pidió, por lo menos diez veces, más dinero a los accionistas; repartió dividendos que no eran ganancias, etc. En consecuencia, se hundió.

Pero Haendel no cejó en su empeño, y con el mismo administrador de la otra formaron, ahora sí como dueños, la New Royal Academy of Music. Trajo otra vez a Senesino (que en el ínterin ya había estado), a Farinelli y a otros castrati menos famosos. Haendel y el administrador tuvieron problemas entre ellos. Éste se fue y se integró a la recién fundada, y rival, Opera of the Nobility.  En ese momento,  todo se convirtió en asunto político (y también religioso). El rey Jorge II y su gobierno, el del primer ministro Walpole, apoyaban a Haendel, que era el músico oficial. El príncipe Federico (que había sido expulsado de la corte), hijo de Jorge, nucleaba a la oposición. Algunos medios de prensa atacaron violentamente a Haendel. Uno de ellos aseguró que Senesino no era un castrato, sino un jesuita disfrazado, que había dejado embarazadas a cuatro empleadas de servicio. Pleito va, pleito viene, cada vez más endeudadas, ambas compañías se fueron a pique. No así los castrati, que siguieron siendo admirados por el público a lo largo de todo el siglo XVIII y aun durante el XIX, aunque ya con mucho menos entusiasmo y muchos detractores.

La Revolución Francesa y el período napoleónico tuvieron mucho que ver en el descrédito de la castración. No obstante, algunos siguieron defendiéndola. Por ejemplo, el escritor francés Stendhal[13] la justificaba por razones artísticas.

El “último castrato” fue Alessandro Moreschi, integrante del coro de la Capilla Sixtina, solista del mismo entre 1883 y 1897, y después su director hasta 1913. En los primeros años del siglo XX realizó algunas patéticas grabaciones, patéticas en parte, sólo en parte, por la mala calidad de los registros.


(En el próximo material continuaré con los virtuosos.)



[1] “Gentes de no mucho ingenio, pero de memoria sorprendente, muy industriosos e impúdicos más allá de toda moderación”, opinaba Petrarca de ellos.


(Haga click en el número para volver al texto principal.)

[2] Enlace a MÚSICA Y PALABRA: CONFLICTOS DE FAMILIA, primera parte,. Véase allí, el capítulo “Desperdicio de aguas bautismales”.

[3] ¿Será este hecho la primera manifestación de esa tendencia de la Iglesia a permitir en su seno –o tolerar apenas, según los casos- corrientes de pensamiento claramente opuestas, tendencia que podemos apreciar a lo largo de toda su historia?

[4] Los actores de teatro, en algunos países como Alemania, recién fueron socialmente admitidos en la segunda mitad del siglo XVIII.

[5] El dialecto francés medieval que se convirtió en el francés moderno.

[6] Es llamado el último de los troveros  y, también, “el jorobado de Arrás”, aunque no era jorobado. Leí por ahí que, presumiblemente, se trataba de su apellido (?).

[7] La técnica es un ingrediente cuantitativo; la expresividad, cualitativo. Como la cantidad es mucho más fácil -y menos comprometido-  de medir que la calidad, esa es una de las razones (no la única, por supuesto) por las que, en los concursos de instrumento, se privilegie de manera exagerada la técnica sobre la expresividad.

[8] Voy a poner un ejemplo, para mí, clarísimo, pero sin duda polémico. Chopin y Liszt son virtuosísticos en muchas de sus obras; el primero, casi siempre usa el recurso como un medio para hacer música; Liszt, en cambio, rebaja, en demasiadas ocasiones, el valor artístico de sus piezas en beneficio del espectáculo circense. Y no es el único.

[9] Sustitúyase torneos por concursos y la referencia tiene absoluta actualidad.

[10] Fue él quien creó el gueto de Roma con los judíos de la ciudad, a quienes quitó sus propiedades y obligó a llevar una señal distintiva. También expulsó del coro papal a los hombres casados y mandó “vestir” a las figuras desnudas pintadas por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.

[11] Hace poco menos de veinte años se realizó una película sobre él, llamada, justamente,  Farinelli, il castrato.

[12] El escritor Bernard Shaw decía que Haendel, en Inglaterra, es una “institución sagrada”.

[13] Seudónimo de Enrique Beyle.