jueves, 19 de abril de 2012

LA MÚSICA, ENTRE OJOS Y OÍDOS                Primera parte

Europa se tomó en serio eso de tener escritura musical. Hay intentos anteriores, pero muy rudimentarios, poco eficaces, en buena medida debido a que el concepto de música de esas (y muchas otras) culturas no necesitaba de la notación; la idea de obras “fijas”, inmutables, les era ajena. En la mayoría de las sociedades, el producto musical surge de una mezcla de tradición e improvisación. La tradición pone los elementos constantes; la improvisación, la novedad. La figura del compositor (casi) no existe. Pero no es necesario trasladarse a lejanas culturas para comprobarlo, ocurre en nuestra música popular. En muchas oportunidades, el autor de ese tema que tanto nos gusta nos es desconocido y, en caso contrario, su participación puede importarnos menos que la del ejecutante, de cuyo “arreglo” disfrutamos. El tema es, a veces, casi sólo un pretexto para que el intérprete nos deleite. (Y, por otro lado, está el cantautor, que reúne en una sola persona las tareas de crear y trasmitir la canción.)

Si la escritura cuneiforme mesopotámica -probablemente la primera escritura- surgió de una necesidad económica (contabilizar bienes), la notación musical fue el resultado de una necesidad político-religiosa. La Iglesia, única institución que había sobrevivido a la caída del imperio romano, tenía que fortalecer su poder y, para ello, debía lograr la unificación de la liturgia, en la cual la música desempeñaba un importante papel. Era imposible conseguirlo, en un territorio tan extenso, con la simple trasmisión oral. E, inevitablemente, las particularidades locales introducían modificaciones. Además, en la medida en que el número de cantos iba aumentando, resultaba una pretensión irrealizable que los sacerdotes encargados de trasmitirlos pudieran guardarlos correctamente en la memoria. De ese modo, la notación se hizo necesaria, y se presentó con el peso no sólo del poder que emanaba de Roma, sino del de la autoridad divina, ya que el papa Gregorio I[1], (haga click en el número para ir a la llamada) a quien se debe buena parte de la tarea organizativa de las actividades prácticas de la Iglesia, había recibido los cantos directamente del Espíritu Santo (en la época, esto era una verdad indudable).

Y cuando las cosas no son necesarias, no prosperan. Tal vez uno de los ejemplos históricos más impactantes de este fenómeno sea el de la máquina a vapor. Fue inventada por Herón, un griego de Alejandría –en la provincia romana de Egipto- durante el primer siglo de la era cristiana, pero nunca se construyó en gran escala - había esclavos para realizar los trabajos pesados- y fue olvidada. En la Revolución Industrial, más de un milenio y medio después, sí se necesitaba y, entonces, no sólo se llevó a la práctica, sino que se convirtió en motor fundamental del desarrollo económico.

En la música tenemos un caso, tal vez un poco oscurecido por la presencia de otro factor, pero, en mi opinión, también muy significativo. Me refiero al sistema temperado (o temperamento), que es el que, desde hace unos siglos, define el tamaño de los distintos intervalos (distancia y relación entre dos notas) que se emplean en la música occidental. En él, tienen el mismo tamaño todos los semitonos (que es la distancia mínima que hay entre dos sonidos en nuestra música.) Antes, en el sistema llamado de la “justa afinación”, había unos semitonos más grandes que otros. En el sistema temperado se desafinaron un poco (casi) todos los intervalos para obtener algunas enormes ventajas (aunque se pierde expresividad). Este sistema, entonces, “corrigió” las leyes de la física. Ya había sido sistematizado a fines del siglo XV, pero no fue hasta el XVIII que empezó a usarse plenamente[2]. Esta tardanza se debe, en parte, a la dificultad de establecerlo y, en parte, a que aún no existía una necesidad generalizada de que entrara en vigor. Los que sufrían especialmente con el viejo sistema eran los que debían afinar instrumentos de teclado. (Se llegó incluso a la construcción de unos que tenían más teclas, pero esta solución fue abandonada porque la ejecución era prácticamente imposible.) En la medida en que la música se hizo más compleja, el temperamento se tornó una necesidad general y, entonces, se implementó cabalmente.

Cada cultura tiene una forma diferente de concebir la música, relacionándola con distintos aspectos de la vida social. En algunas regiones rurales de Java se la vincula con el trabajo, pero no de la forma que es habitual en otros lugares. Cuando los campesinos comienzan a regar los bancales en donde tienen sembrado el arroz, instalan trozos huecos de caña de bambú cortados por el nudo, de modo que sirvan como recipientes, cada uno en un pivote. Cuando se llenan de agua, el peso hace que se inclinen y descarguen el líquido en el bancal inferior. Vuelven entonces a su posición original para comenzar a llenarse otra vez. En ese momento golpean una piedra, puesta a propósito en el lugar y emiten un sonido. Como los numerosos trozos son de distinto tamaño, cada sonido es diferente, tanto en altura como en intensidad. Al propósito original de la colocación de las cañas, que es el de avisar cualquier interrupción en la corriente de agua, se suma, entonces, un insólito concierto de percusión, complejo e imprevisible, porque el azar juega un papel decisivo. No conozco otro caso de compenetración semejante entre música y actividad cotidiana[3].

Varias culturas orientales han desarrollado unidades estructurales con un criterio muy diferente al occidental. No organizan las notas por escalas, como por ejemplo en Japón y en occidente, sino en colecciones de breves motivos melódicos, que el músico combina (y varía), que son la “materia prima” con la que el ejecutante construye su obra. Lo que se escucha no es original en el sentido en que nosotros lo entendemos. Pertenecen a esta categoría -aunque con diferencias entre ellos- los ragas de la India, los maqam de la música árabe, lo mismo que los modos de la hebrea (tienen diversas denominaciones) y los echoi de la música bizantina. En realidad, la música tradicional de occidente también está llena de fórmulas, de caminos que hay que recorrer sí o sí, lo cual significa que la originalidad tiene al menos una porción más aparente que real. En ese sentido, muchas veces rechazamos lo novedoso porque necesitamos la seguridad de lo conocido y nos resistimos a aplicar la máxima de Leonardo da Vinci, quien advertía que no se debe censurar lo que no se entiende. Y, asimismo, podemos comprender (aunque no siempre compartir) que Debussy, eterno buscador de la libertad creativa, calificara de “notarios de la música”, entre otros, a Brahms y Mendelssohn.

(Hago un alto en el camino para pedirle a los lectores un pequeño ejercicio, que yo ya hice, y que podríamos llamar de humildad. Vean y escuchen el video de Ravi Shankar y Alla Rakha, eximios instrumentistas de la India, en el que este último realiza una demostración básica de tabla que evidencia la sutileza de esa música.)


Retomo el hilo. La primitiva música cristiana de occidente también usaba fórmulas melódicas -muy influida, sobre todo, por los procedimientos judíos-, lo cual facilitaba un poco (no mucho) la memorización de los cantos y, por lo tanto, limita un poco (no mucho) nuestro asombro ante la dimensión de la tarea unificadora. Pese a todas las dificultades, desde Italia a Inglaterra e Irlanda, desde España a las zonas cristianizadas al norte del Rin, se terminan cantando, en el culto, las mismas melodías con idénticos textos.

La música occidental proviene de la oriental. Durante muchos siglos, paulatinamente, se va produciendo su “occidentalización”.

Una diferencia entre ambas sería el desarrollo de la notación en esta última, que fue provocado, como vimos, por la necesidad de garantizar la uniformidad del canto litúrgico. Otra diferencia, los sonidos que emplea. Occidente usa doce y la distancia menor entre ellos es el semitono. En algunas regiones de oriente se utilizan distancias más pequeñas que éste, lo que, para un oído no acostumbrado, suena simplemente a desafinación. La música cristiana occidental primitiva también empleaba esas distancias: las perdió por el camino. Otro elemento que las distingue es la utilización de la polifonía[4]. Tal como la concebimos nosotros, no la practicó ninguna otra cultura del mundo. En compensación, el ritmo y la melodía están mucho más desarrollados en sociedades africanas y asiáticas; comparándolos, los occidentales resultan bastante pobres.

¿Quiénes son los responsables de este proceso? ¿Quiénes occidentalizaron musicalmente occidente? ¿Los bárbaros?

Los primeros ejemplares de la Biblia tenían ciertos signos que indicaban cómo recitar el texto. De ellos surgieron los “neumas” (palabra que significa “aire” en griego y que fue empleada con más de una acepción en la Edad Media). Los neumas fueron el comienzo de la notación musical de occidente; aproximaban a la melodía, servían como recordatorio de lo que se había memorizado anteriormente. Más adelante se trazó una línea horizontal, roja, sobre la que se escribía la nota fa. Los sonidos más agudos se colocaban por arriba de la línea; los más graves, debajo. Fue un gran avance, pero, por supuesto, totalmente insuficiente. Luego se agrega una segunda línea, amarilla, paralela a la primera, en la que se ubica el do. Y se continúa así, hasta llegar a cuatro líneas (el tetragrama), que es en donde se escribe tradicionalmente el canto gregoriano. (Este tetragrama es el antecesor directo del pentagrama, el conjunto de cinco líneas que se utiliza actualmente.) Con este recurso queda resuelto el problema de representar gráficamente las alturas de los sonidos, pero nada más.

Quedan pendientes, no sólo los otros aspectos musicales, sino cómo aprender las melodías: los libros son escasos y muy caros; apenas tiene uno el que enseña; ni pensar que haya para los coristas, niños y adultos varones. En uno del siglo XI, en el que se establecen los reglamentos de un monasterio cluniacense, se lee: “en los nocturnos, si los niños cometen alguna falta en la salmodia o en otro canto, bien por quedarse dormidos o por alguna otra transgresión semejante, no debe producirse demora alguna, sino que se los despojará del hábito y del capuchón y se los golpeará, cuando sólo tengan puesta la camisa, con cimbreantes y lisas varas de mimbre, adecuadas para ese propósito especial”. Para los adultos, en apariencia, no era físicamente tan duro. En otro documento, se establece que si algún sacerdote se equivocaba, debía pasar al frente y quedar arrodillado en penitencia, hasta que, quien dirigía, consideraba que había cumplido la pena [5].

En ese mismo siglo XI nos encontramos con Guido d’Arezzo, una figura muy importante en la historia de la notación y de la enseñanza musical, aunque su dimensión ha sido exagerada. Se le ha atribuido la invención de muchas cosas, pero de varias sólo fue un exitosísimo publicista. Su tratado teórico, Micrologus, fue el más famoso en la Edad Media, después de los de Boecio [6]. ¿Perfeccionó o difundió? el tetragrama; parece que fue él quien le puso a las notas el nombre que usamos hoy; estableció el sistema de los hexacordios [7] y desarrolló nuevas técnicas de enseñanza (de las que formaban parte los mencionados hexacordios). Estaba absolutamente convencido de las virtudes de su metodología. En el prólogo de un libro suyo, después de explicarla, agrega: “Si alguien dudase de que digo la verdad, que venga, pruebe y oiga lo que pueden hacer los niños bajo nuestra dirección, niños a quienes hasta el presente se les había pegado por su completa ignorancia de los salmos”. Y, en efecto, fue un salto pedagógico hacia delante. Lo más conocido de esta metodología es la llamada “mano guidoniana” (que aparentemente no fue ideada por él), recurso mnemotécnico para aprender las melodías, según el cual se le asigna un lugar de la mano a cada nota, como se puede apreciar en la imagen y en la demostración del video.

Enlace a video: demostración de mano guidoniana

Cuando la polifonía se hizo más compleja y recibió, además, la influencia de la música secular, fundamentalmente los ritmos de la de danza, se hizo necesario idear una forma de representar, no sólo las alturas (como hasta el momento), sino también las duraciones de los sonidos. . Aparecieron, entonces, los seis modos rítmicos, derivados de la retórica[8] . No eran signos que mostraran lo que duraba cada nota, sino brevísimos esquemas de ritmo (cada modo, un esquema) que, en teoría, debían repetirse desde el comienzo hasta el final de la pieza. Aunque en la práctica existían distintas formas de variarlos, estamos frente a otro ejemplo de la dificultad medieval para llegar a soluciones racionales [9]. No obstante -y la música de Perotinus es la demostración de ello-, pueden obtenerse magníficos resultados pese a lo limitado de los recursos.

Los signos de duración fueron apareciendo gradualmente. De esa primera etapa, en que lo único que había era una simple referencia a en qué modo debían ejecutarse las notas escritas, se llegó, después de mucho trabajo, a una situación similar a la actual, en la que el valor de cada sonido en el tiempo tiene su correspondiente símbolo. Los nombres de esos signos no fueron inicialmente nuestras negras y corcheas, sino longas, breves, semibreves, etc.

Los otros elementos integrantes de la música, como intensidad (matiz, dinámica), velocidad (tempo), carácter, articulación, etc., tuvieron que esperar. En los manuscritos de Bach, primera mitad del siglo XVIII, no hay casi nada más que alturas y duraciones.

Ya en los tiempos de Mozart, segunda mitad de ese siglo, nos encontramos con más signos. El ejemplo que se muestra a continuación es una copia manuscrita moderna (por lo tanto, no escrita por él) de una página de la parte solista de un concierto suyo para oboe.

Aquí aparecen varios otros signos: letras f y p debajo de los  pentagramas, que indican matices; líneas curvas y puntos, arriba o debajo de las cabezas de las notas, que denotan distintos tipos de articulación de los sonidos, etc.

Entre la primera mitad (Bach) y la segunda (Mozart) del siglo XVIII se produce, entonces, un gran “enriquecimiento” de la escritura musical.

La ilustración que sigue tiene otro significado: Beethoven componía con un gran esfuerzo (lo que no se aprecia al escucharlo). El caso más impresionante es el de un pasaje en el que pegó ¡13 versiones! sobre la original. Al despegarlas se descubrió ¡que la primera y la última eran iguales! El ejemplo aquí incluido, correspondiente a una de sus sonatas op. 69 para cello y piano, sólo muestra que, sin duda, si se juzgara la prolijidad, sería reprobado.

En el último cuarto del siglo XV aparece la música impresa, pocas décadas después de que el herrero alemán Johannes Gutenberg mejorara el viejo invento chino de la imprenta, de larga historia en varias regiones de oriente. Surge a pesar de los inconvenientes: el mayor, la dificultad para reproducir las complejidades de la notación, que resulta insuperable en el   comienzo, y también las dudas sobre la existencia de un mercado que justificara el esfuerzo. En esa época, salvo la música religiosa, la mayoría de las obras se ejecutaban unas pocas veces y después se sustituían por otras nuevas. No existía el concepto de repertorio, al cual -tanto al concepto como a su existencia real- contribuyó la aparición de la música impresa. Es lógico, entonces, que las primeras publicaciones musicales salidas de la imprenta fueran obras litúrgicas.

Estas primeras incluían sólo las pautas en donde se debían ubicar las notas, y el texto. La parte correspondiente a la música se dejaba en blanco, para ser llenada a mano por el comprador.

Pero a comienzos del XVI, aunque era todavía una técnica muy cara y compleja, ya se incluía todo en las impresiones. Y lo digo en plural porque, al principio, fueron necesarias tres: en la primera se colocaban las pautas; en la segunda, las notas y, en la última se estampaba el texto. Esta situación se superó en algunas décadas: se redujo la cantidad de “pasadas” de tres a dos y finalmente a una, con distintos procedimientos.

Sin embargo, la impresión siguió siendo muy costosa. A fines de ese siglo XVI, en la dedicatoria de sus Lamentaciones al papa Sixto V, Palestrina dice, entre otras cosas: “He compuesto y publicado mucho. Tengo mucha más música en mi poder, pero esa no la puedo publicar, debido a la carencia de dinero que ya he descrito. Publicar esta obra requeriría el gasto de unas sumas que no me puedo permitir, especialmente la gran impresión que la música naturalmente requiere”. La dedicatoria es otra lamentación.
                                
El uso de la imprenta para la música no eliminó, por supuesto, la existencia de la no impresa. Ésta siguió siendo, con mucho, la más numerosa. Se continuó usando la manuscrita y, sobre todo, improvisando y tocando de oído, la forma más habitual de hacer música en el mundo, aún hoy. Pero, además, el respeto de los ejecutantes por lo escrito resultaba bastante relativo y se mantenían el concepto de improvisación, incluso en lo leído, y las reglas trasmitidas por la tradición, que no hacían necesario anotar todo en la partitura. De manera que lo que se escuchaba era sólo básicamente igual a lo anotado.

En el período barroco, que comienza aproximadamente a inicios del siglo XVII y termina más o menos en la mitad del XVIII, se escriben muchos tratados teóricos, de distinta naturaleza. Algunos de ellos enfocan justamente este tema: el de cómo ejecutar lo que está en la partitura.

Simultáneamente, se está produciendo una innovación muy importante en la forma de componer. Hasta ese momento predominaba la concepción contrapuntística, “horizontal”, de superposición de líneas melódicas (lo que Monteverdi llamaba prima prattica). Más o menos en esa fecha (aunque hay algunos antecedentes) se empieza también a escribir música “vertical”, armónica, en la que prevalece lo que ocurre entre sonidos simultáneos (la seconda prattica de Monteverdi). Nos encontramos ya con acordes, aunque inicialmente no sean teóricamente sistematizados. Entonces, se hace sumamente importante el bajo, es decir, la nota más grave. Hasta tal punto que se asigna a un instrumento ejecutar todos los sonidos más graves de la obra[10] y a éste se agrega otro (en ocasiones es el mismo) que pueda tocar acordes (clave, órgano, laúd), para que ejecute el resto de las notas de la armonía. Esto se suma a los demás instrumentos, que están tocando los mismos acordes. A esta función, que se cumplió durante todo el barroco, se le llama bajo continuo, siempre presente cuando escuchamos, por ejemplo, un concierto de Bach, de Haendel o de Vivaldi.

En el bajo continuo sólo se escribía el sonido más grave y lo restante se indicaba con algunos números. Era el ejecutante quien “realizaba” la totalidad, en una mezcla de lectura, tradición e improvisación.

Asimismo, muchos de los adornos[11] de la música barroca no se anotaban, quedaba a criterio de los ejecutantes cómo hacerlos y dónde ubicarlos, de acuerdo con la tradición y la imaginación individual.

En el período clásico, más o menos la segunda mitad del siglo XVIII, se suprimió el bajo continuo. Pero, en los conciertos para solista, algunos compositores menores indicaban, en ciertas partes, únicamente qué acordes se debían tocar. De esa forma, el intérprete podía lucirse a piacere en la ejecución libre de esos fragmentos. Además, en los conciertos está la cadenza, un fragmento reservado exclusivamente al solista, que algunas veces no era escrito por el compositor y que también servía (sirve) para demostrar la destreza del instrumentista[12].

Pero tal vez el caso más ilustrativo del problema entre escritura y ejecución sea el de la orquesta moderna, cuyo establecimiento se debe a Jean Baptiste Lully (con acento en la y), un italiano, Giovanni Battista Lulli (con acento en la u), que en el siglo XVII, siendo un niño, fue a Francia y allí se quedó.


Lully vivió en la época de Luis XIV, seguramente el más absolutista de los monarcas absolutistas, llamado el Rey Sol, quien además era bailarín, como había sido su padre, Luis XIII. Su frase más célebre, que probablemente no pronunció nunca: “el Estado soy yo”. Para poder decirlo sin faltar a la verdad hubo de suprimir las libertades provinciales (que se remontaban a la Edad Media), eliminar el poder de la nobleza tradicional (transformada en un estamento nulo, en simple nobleza cortesana, totalmente dependiente de la autoridad real), reiniciar la sistemática persecución y eliminación de los protestantes, etc. Al mismo tiempo, realizó un decidido apoyo a la cultura. Internacionalmente, Francia desplazó a España, potencia hegemónica en el siglo XVI. El XVII es le grand siècle de los franceses[13].

Lully entró al servicio de la corona a los veinte años. Primero fue bailarín y violinista, pero realizó una meteórica carrera y terminó siendo el “rey absoluto” de la música francesa, además de secretario del monarca[14]. En cuanto a la opinión sobre cómo era, parecería que todos están de acuerdo: inmensamente talentoso y pésima persona. Como compositor realizó aportes muy importantes y como director organizó por primera vez, la que podemos denominar, orquesta moderna.

Antes de él, cada instrumentista tocaba no exactamente lo que estaba escrito, sino que, a partir de esa base, improvisaba variantes y adornos. Imagínense una orquesta en la que, por ejemplo, seis violinistas que deben ejecutar la misma música, la “enriquecen” cada uno a su manera: el resultado no puede ser otra cosa que una tremenda confusión. Lully, cuando se le asignó la dirección de conjuntos orquestales, exigió que se respetara lo escrito y, dice la crónica, si alguien se permitía agregar o suprimir algo, lo echaba a puntapiés. Pese a los elogios que cosecharon sus orquestas por parte de todos aquellos que las escuchaban debido a la claridad y precisión de sus interpretaciones, pasó tiempo antes de que su ejemplo se generalizara.

En esa época, el director de orquesta empuñaba un pesado bastón con el que marcaba el compás. Lully se hirió con él un pie, la herida se infectó, después se gangrenó y eso le provocó la muerte.

Continuará


[1] Para los orígenes de la escritura y el papel del papa Gregorio I, véase, en este blog, el capítulo “Peco si me conmueve más la música”, de MÚSICA Y PALABRA: CONFLICTOS DE FAMILIA, primera parte.

(Haga click en el número para volver al texto principal.)

[2] Bach tiene una obra, una colección de preludios y fugas, cada pareja en una tonalidad distinta, que se llama, justamente, El clave bien temperado. El temperamento permite escribir en todas las tonalidades y pasar de una a cualquier otra; esa es una de sus grandes ventajas; la anterior “afinación justa” no lo consentía.

[3] Al ser sólo parcialmente humana, esta música podría no ser considerada como tal, pero, entonces, ¿cómo la llamaríamos?

[4] Para este concepto, véase, en este blog, el capítulo “La música se toma la revancha”, en MÚSICA Y PALABRA: CONFLICTOS DE FAMILIA”, primera parte.

[5] Son interesantes, también, los comentarios que los escribas anotaban en el margen de los manuscritos. Como les estaba prohibido hablar mientras trabajaban, es probable que algunos fueran una forma de comunicarse sin violar las reglas: “Una bendición para el alma de Fergus, amén. Tengo mucho frío”; “¡Ay, mi mano!”; “El atardecer, y la hora de cenar”; “El tedioso canto llano hiere mi delicado oído”.

[6] Vivió entre los siglos V y VI y su nombre completo es Anitius Manlius Severinus Boetius. Fue un filósofo sumamente respetado. Escribió un tratado que llamó Los principios de la música, el más autorizado durante casi toda la Edad Media. Tenía la intención de traducir al latín la obra de Platón y Aristóteles, pero sólo pudo hacerlo con los escritos lógicos de este último: alto funcionario del gobierno de Teodorico, rey ostrogodo de Italia, fue ejecutado por éste. Se le acusó de traición, pero puede haber sido, también, exceso de sinceridad.

[7] Se trata de un sistema complejo, aunque en cierto modo ingenioso, que muestra las dificultades de la racionalidad medieval. Si se observa la imagen de la “mano guidoniana”, se verá que en el lugar asignado a cada nota hay varios nombres. Pues así era: cada sonido tenía varias denominaciones.

[8] Para este concepto, véase, en este blog, el capítulo “Todo debe reformarse”, de MÚSICA Y PALABRA: CONFLICTOS DE FAMILIA, primera parte.

[9] Las duraciones de los sonidos en los modos rítmicos provenían de la retórica, en la que se consideraban dos
tipos de sílabas, largas y cortas; las primeras, con el doble de duración que las otras. En la música, la suma de ambas duraciones producía la unidad mayor (1 = 2/3 + 1/3), todo lo cual estaba de acuerdo con la perfección teológica del número 3. (Esto se explica más extensamente en el capítulo “Todo debe reformarse”, de MÚSICA Y PALABRA: CONFLICTOS DE FAMILIA, primera parte, en este mismo blog.)

[10] En esta forma de concebir la música, la estructura básica está constituida por la voz más aguda (que casi siempre ejecuta la melodía) y la más grave (el bajo, que constituye el fundamento armónico). Exagerando bastante, se podría afirmar que el resto es “relleno”.

[11] Los adornos u ornamentos son notas decorativas que se agregan a una línea melódica. Hay varios: trino, grupeto, mordente, apoyatura, etc. Se utilizaron muchísimo en el período barroco.

[12] Por ejemplo, Mozart escribió pocas cadencias.

[13] Dijo Isabel Carlota de Baviera, cuñada de Luis XIV: “Cuando el rey quería, era el hombre más agradable y amable el mundo. Sin ser perfecto, nuestro rey tenía grandes y bellas cualidades y no mereció ser tan difamado y despreciado por sus súbditos a su muerte. Mientras vivió, le adularon hasta la idolatría”.

[14] Hay extensos documentos reales que muestran los increíbles privilegios (hasta hereditarios) que el rey otorgó a Lully. El apoyo real le permitió salir airoso en un escándalo de bisexualismo. Públicamente, el soberano lo defendió, aunque parece que lo reprendió en privado.