jueves, 24 de mayo de 2012

LA MÚSICA, ENTRE OJOS Y OÍDOS              Segunda parte

Por un lado, los ejecutantes no respetaban lo escrito en la partitura; por otro, la notación adquirió una importancia tal que condicionó radicalmente la composición.

En el siglo XIV nos encontramos con una corriente que, de distintas maneras, reaparecerá a lo largo del tiempo, la cual introduce en la composición elementos que se ven, pero no se oyen. En la primera parte de MÚSICA Y PALABRA: CONFLICTOS DE FAMILIA, en este mismo blog, me referí, en ese sentido, a Guillaume de Machaut y al motete isorrítmico (ambos medievales). Mencioné también a Bach (siglo XVIII), de quien veremos a continuación algunos casos. Encontramos, en él, diferentes formas de utilizar esta música “visual”.

El arte de la fuga y La ofrenda musical son dos de sus últimas obras. Su lenguaje es muy abstracto, al punto que en buena parte de ellas no hay indicación de con qué instrumentos deben ejecutarse: son puramente combinaciones de sonidos.

El primero tiene un propósito didáctico, es algo así como un curso de escritura de la fuga, mostrando todos los artificios que se pueden realizar: empieza con una fuga “normal”, con el tema “al derecho”; después con el tema invertido; a continuación con ambos simultáneos; más adelante, fugas doble y triple, en espejo y, finalmente, una fuga cuádruple. Además, incluye cuatro cánones.

La fuga era el más prestigioso de los géneros de contrapunto imitativo. El canon, menos ilustre, consiste en la repetición (imitación) de toda la melodía de la voz principal por otra que empieza después que la primera, la cual, por supuesto, sigue sonando. (Puede haber más de dos voces, todas empezando en forma escalonada.)

Pero los cánones llegan a ser muy complejos. El primero de El arte de la fuga es per augmentationem in motu contrario. Aumentación significa que la duración de cada una de las notas de la segunda voz es mayor (en este caso, el doble) que la duración de las de la otra. Movimiento contrario quiere decir que cuando la primera voz sube, la segunda baja, y viceversa, pero sin modificar el tamaño de los intervalos. La imagen que sigue muestra los primeros compases de ese canon. (Se trata de la primera edición, hecha por Carlos Felipe Emanuel, hijo de Juan Sebastián y compositor de enorme talento.) La segunda voz empieza después de cuatro compases de la primera y necesita dos para incluir las cuatro notas[1] (haga click en el número para ir a la llamada) que, en la primera, caben en uno solo. (Eso ocurre por la aumentación.) Con respecto al movimiento contrario en esas primeras cuatro notas: la primera voz sube un intervalo de 6ª. y baja por dos intervalos de 2ª.; la segunda, a la inversa, baja una 6ª. y sube por dos 2as. Este procedimiento de aumentación y movimiento contrario se mantiene por más de cien compases, que es lo que dura el canon. Y suena bien.


La ofrenda musical fue encargada por el rey Federico, llamado el Grande, patrón de Carlos Felipe Emanuel. El monarca recibió a Juan Sebastián en su palacio, en donde éste improvisó  cánones sobre un tema del rey, que también era músico. En los meses siguientes, elaboró las improvisaciones y se las envió, en un papel finísimo y encuadernadas en cuero con ribetes de oro. A continuación podemos escuchar, en un enlace, un canon de La ofrenda… Creo que allí se explica suficientemente, de forma visual, qué está ocurriendo.


En los dos ejemplos anteriores, en los cuales sólo es posible descubrir con la vista los procedimientos empleados, éstos se relacionan estructuralmente con la música. Pero no siempre sucede así:

El sostenido (#) es un signo que sirve para subir un semitono la altura de un sonido. En alemán se dice Kreuz (cruz). En una de sus cientos de cantatas, cuando el texto menciona la cruz de Cristo, Bach se las ingenia para poner un sostenido a la nota correspondiente. Parecería un simple acto de diversión personal, pero puede tener un significado serio, simbólico. En cualquier caso no es posible apreciarlo sólo con el oído.

Hay, todavía, por lo menos otra forma de música “visual” en Bach. Se trata de lo que se escribe, pero no suena.

En el comienzo de la Zarabanda[2] de la 3ª. de las Suites inglesas para clave (actualmente tocadas casi siempre en el piano) hay un largo pedal armónico de siete compases. El pedal armónico es una nota que se mantiene (generalmente en la parte más grave), aunque  estén sonando acordes en los que esa no se encuentre incluida. En esta zarabanda (como ocurre con la mayoría de los pedales), la nota se ejecuta solamente una vez, en este caso al comienzo del primer compás, y se sostiene hasta el séptimo. Pero en el piano (y mucho más en el clave) el sonido se apaga muy rápido. En el enlace que sigue, los siete  compases del pedal duran más de veinte segundos; sin embargo, el sonido desapareció más o menos a los dos segundos. Al anotarlo así,  Bach parece estarnos diciendo: “lo escribí de esa manera porque querría que de ese modo sonase”.


En el período clásico, mucho más “realista” -las cosas son como son- , no nos encontramos con música “visual” (con alguna pequeña excepción en Beethoven), pero ésta reaparece durante el romanticismo, especialmente en la obra de juventud de Schumann (nacido en 1810).  Éste, en lo que quizá se trate de una paradoja, a medida que pasaba el tiempo y se acercaba a la locura (su triste destino), se hacía musicalmente más conservador.

En algunos casos, lo que se ve y no se escucha en Schumann se parece a lo de la zarabanda de Bach. En las Variaciones Abegg, para piano, coloca varios acentos sobre una larguísima nota, lo cual resulta imposible de ejecutar en ese instrumento. En él, una vez que un sonido empieza a sonar, se encamina inexorablemente hacia la desaparición. Habría que “atacarlo” nuevamente para lograr  mayor intensidad; en cambio en el violín,  por ejemplo, se puede variar a voluntad el volumen de una nota que está sonando.

Pero en la Humoresca, también para piano, nos encontramos con una novedad. En una parte de la obra coloca tres pentagramas: el superior para la mano derecha, el inferior para la izquierda y el del medio para una melodía ¡que no se toca!, melodía que está apenas sugerida en la mano derecha. Hay aquí una cosa oculta, que el autor le revela a los ojos, pero sólo muy parcialmente a los oídos.

En la zarabanda, Bach plantea la imposibilidad que tiene un instrumento imperfecto de reproducir la estructura ideal de la obra. Escribe lo que debería sonar. En la Humoresca es distinto: Schumann nos muestra algo que está más allá de la música que escuchamos, pero, a la vez, incluido en ella. Muy romántico.

En el siglo XX, la música “visual” tiene sus primeros exponentes en la denominada segunda Escuela de Viena, constituida por Arnold Schoenberg -creador del llamado dodecafonismo- y sus dos discípulos más importantes, Alban Berg y Anton von Webern, también dodecafonistas.
La mayoría de la música que escuchamos es tonal. La tonalidad es un sistema  en el que no todos los sonidos tienen la misma jerarquía,  unos son más importantes que otros y desempeñan funciones diversas. Están los que nos invitan a continuar, que generan movimiento, que percibimos  como inestables, mientras otros, por el contrario,  nos producen sensación de estabilidad[3]. En las últimas décadas del siglo XIX, algunos compositores comienzan a desdibujar las funciones tonales. Y en el comienzo del XX hay quienes -en el mundo germánico- optan por eliminarlas totalmente. Estamos ante lo que se ha llamado música atonal, de la que Schoenberg es el principal exponente. Una de sus obras atonales más famosas, Pierrot Lunaire, se estrenó en 1912 y dio mucho de qué hablar.


Tanto Schoenberg como Berg se caracterizan por una expresividad crispada, que los relaciona directamente con el movimiento expresionista pictórico, del que el primero formó parte, pues durante años fue también pintor. La manifestación más tardía del expresionismo germánico la encontramos en el cine: sus exponentes más connotados, Friedrich Murnau (El gabinete del Dr. Caligari) y Fritz Lang (Metrópolis).



En los años anteriores a 1914, en el que se inicia la primera guerra mundial, se produce, en el arte occidental, una crisis como pocas, por la forma en que los movimientos de vanguardia rompen con las tradiciones anteriores. Varios importantes movimientos pictóricos se generan en esa época: en 1905, en París, aparecen los fauves, de quienes Matisse fue precursor; en 1906 se crea en la ciudad de Dresde, El puente, primer grupo expresionista; en 1907, otra vez en París, encontramos el cubismo, con Picasso a la cabeza; en 1911, en Munich, en torno a Kandinsky, se forma otra agrupación expresionista, El jinete azul. Aquí surge la pintura abstracta, no figurativa. Y las sorprendentes novedades musicales provocan intensas reacciones de los melómanos: un concierto con obras de alumnos de Schoenberg queda inconcluso por los abucheos del público, en 1912; en ese mismo año se estrena, también con la ruidosa participación de los asistentes, Pierrot Lunaire; en 1913 se lleva a cabo el estreno del ballet La consagración de la primavera[4], de Stravinsky, que produce un gran escándalo, tanto por la coreografía de Nijinsky como por la música de Stravinsky, quien, dicen, se vio obligado a escapar saltando por una ventana de la parte trasera, mientras admiradores y detractores se golpeaban en las puertas del teatro.

Y después viene la guerra, que marca el derrumbe definitivo del ancien régime. En relación con ella desaparecen cuatro de los  imperios más retrógrados (ruso, otomano, alemán y austro-húngaro).

En 1923, después de un largo silencio compositivo, Schoenberg presenta una nueva obra, ya dodecafónica. En su música anterior, lo atonal había sustituido a lo tonal, pero sin un sistema organizativo. Lo pretende ahora con el dodecafonismo, que es un “método de componer con doce sonidos sólo relacionados entre sí”, según palabras del propio Schoenberg. Es decir que no hay, como en la tonalidad, sonidos jerárquicamente más importantes. Los doce a que él se refiere son la totalidad de los que usamos en occidente y los organiza en una serie que debe escucharse completa antes de que vuelvan a empezar a oírse. El orden en que aparecen cambia en cada obra, determinado por el compositor, y se emplean varios procedimientos de transformación provenientes de la música contrapuntística (Bach y sus antecesores). La técnica dodecafónica se basa en que percibimos estructuras (gestalt) y no objetos aislados. De más está decir que, aunque los procederes son similares, el lenguaje de unos y otros es absolutamente diferente.

Los procedimientos contrapuntísticos del dodecafonismo vuelven a ubicar a los ojos en un primer plano, como se puede apreciar en la partitura adjunta de Schoenberg. En el pentagrama superior está la serie, numerada del 0 al 11; en el inferior hay una transposición de la misma serie, es decir, los mismos intervalos pero con
otras notas, también numerada. Pero aquí nos encontramos, además, con la aparente interrupción de la serie en el sonido 7; los sonidos 8 a 11 se escuchan simultáneamente con el 4 y siguientes (véase la numeración en la partitura). Este método de composición tuvo  muy relativo predicamento hasta después de la segunda guerra mundial, cuando su situación cambió radicalmente.

Hasta ese momento, el menos apreciado de los tres dodecafonistas mencionados era Webern[5], que recién fue “descubierto” por algunos destacados compositores jóvenes  en los cursos de la ciudad alemana de Darmstadt.

Estos cursos anuales de verano se inician, sin muchas pretensiones, en 1947, a menos de dos años de terminada la guerra. En poco tiempo se convierten en un importante foco de    atracción para los jóvenes vanguardistas de muchas partes del mundo. Es allí que Webern resulta revalorizado. Además de componer obras muy breves[6], se caracteriza por ser el más estricto en el cumplimiento de las normas de la técnica dodecafónica establecidas por Schoenberg. Y, con una extremada afición por la simetría -que sólo se ve-, va más lejos que su maestro.

Fue Olivier Messiaen, a pesar de que no era un dodecafonista ortodoxo, quien  “descubrió” Webern a los principales compositores de los cursos de Darmstadt. Además, Messiaen compuso Modo de valores e intensidades[7], una pieza para piano que constituye el primer intento de un serialismo integral ya insinuado por Webern. Cuando los compositores Pierre Boulez (francés), Karlheinz Stockhausen (alemán) y Luigi Nono (italiano), las tres figuras centrales de los cursos, toman conciencia de los procedimientos de aquél y conocen la pieza de Messiaen, inician, firmemente, el camino hacia el serialismo integral. Schoenberg había serializado las alturas de los sonidos; ahora se establecen series también para los otros parámetros musicales: ritmo, matiz, etc. Y la importancia de los cursos puede medirse por el hecho de que obtienen, en la jerga internacional, el estatus de Escuela de Darmstadt y ésta, el de sinónimo de serialismo integral.

La nueva forma de componer tiene un gran éxito entre las minoritarias vanguardias de todo el mundo. Junto a él, se desarrolla un inmenso dogmatismo: para sus fieles, no existe otra forma legítima de escribir música. Y, por cuanto Europa ha perdido su exclusividad como ombligo del universo, se afirma la sustitución del tradicional eurocentrismo por el paísesdesarrolladoscentrismo,.

El serialismo integral privilegia la participación de los ojos en la composición, pero se introduce, además, un nuevo elemento: Iannis Xenakis, ingeniero griego nacionalizado francés,  ingresa fórmulas matemáticas en lo que él llamó música estocástica. Ésta se basa en el principio de indeterminación, en las leyes del cálculo de probabilidades. Controla las grandes masas sonoras, pero los acontecimientos a pequeña escala son producto del azar estadístico[8].

La imagen siguiente muestra una matriz de Xenakis, hecha antes de iniciar la composición de su obra Achorripsis. Indica los eventos que  producirán en ella los distintos instrumentos de la orquesta; nos muestra claramente el predominio de lo racional en esta música.
La introducción del azar, sumado a la hipercomplejidad de las obras de los serialistas integrales, que imposibilita la ejecución exacta de las mismas y, sobre todo, con la aparición, en Estados Unidos, de una tendencia, de la que la principal figura es John Cage[9], notablemente influido por el pensamiento oriental, provocan el nacimiento de otra corriente exitosa, la de la música aleatoria, esto es, de una música regida, en mayor o menor grado, justamente por el azar. En ella, el intérprete vuelve a adquirir una mayor relevancia, mientras disminuye el papel del compositor.

Varios de los más importantes compositores de la Escuela de Darmstadt, además de otros igualmente famosos que no pertenecieron a ella, realizaron incursiones en la aleatoriedad[10].

Incluso la música “normal” tiene un punto de contacto con ella.

Si un pianista quiere ejecutar una mazurca de Chopin, debe estudiar la partitura. Casi lo primero que va a encontrar es la cifra 3/4, que significa que la pieza está en una métrica de tres pulsos[11] en cada compás, en una métrica ternaria. (Simplificando un poco, podemos afirmar que toda la música tradicional de occidente está en métricas ternarias como ésta o, más frecuentemente, en unas binarias -dos o cuatro pulsos por compás-.) Después, nuestro pianista hallará signos que le indicarán qué notas debe tocar y, al mismo tiempo, otros que lo referirán a la duración de los sonidos, y un montón más,  incluidos diversas palabras y números, que le estarán mostrando la intensidad, la velocidad, la articulación, el carácter, etc. Este último grupo de indicaciones tiene una precisión bastante relativa. ¿Qué significa, por ejemplo, tocar forte? ¿Establece la indicación cuántos decibeles tendrán los sonidos? Por supuesto que no. Y así ocurre en las distintas categorías. Aparentemente, sólo las alturas y las duraciones están indicadas con total precisión, pero, ¿será así? Sin duda lo es con respecto a las alturas: constituye casi pecado mortal que un instrumentista toque una nota por otra. Pero no sucede lo mismo cuando nos referimos a las duraciones, al ritmo. Hay allí una cierta libertad; respetar con absoluto rigor lo que está escrito produce una ejecución mecánica, maquinal. En ese sentido, puede ser ilustrativa esta anécdota de Chopin[12].

Uno de sus alumnos -muchos lo veneraban- cuenta que trataba el ritmo con entera libertad, pero que lo hacía de tal forma que todo resultaba absolutamente natural. En particular, en muchas mazurcas, la métrica de 3/4, se transformaba en 4/4. Después de años se animó a decírselo. “Lo negó estruendosamente, hasta que le hice tocar una y conté cuatro [pulsos] en cada compás, lo que encajaba perfectamente. Entonces se rió y me explicó que era el carácter nacional de la danza lo que producía esa particularidad”.

Otro alumno refiere una situación similar, pero muy diferente. Relata que durante una clase suya apareció Meyerbeer[13]. “Llegó sin anunciarse, por supuesto: él era un rey”. Cuando empezó a sonar otra vez la mazurca que estaban estudiando,  Meyerbeer dijo: “Eso está en 2/4”, afirmación que repitió, sosegadamente, ante la negativa de Chopin, quien, “con los ojos lanzando llamas”, perdió la calma. “ ‘Está en 3/4’, casi gritó, él que normalmente no levantaba la voz por encima de un murmullo.” Finalmente, después de una serie de escaramuzas entre ambos, Meyerbeer se fue, en malos términos y, según el primer alumno (que se enteró del incidente), Chopin nunca le perdonó lo ocurrido.

Naturalmente, esto no es aleatoriedad. Ésta supone azar, que no está incluido en las anécdotas expuestas, y la libertad rítmica -ya que estamos hablando de ella- no significa una pérdida de identidad de la obra, lo cual sí puede ocurrir en la música aleatoria, que llega a ser irreconocible de una ejecución a otra. Pero la partitura no es la música, sino sólo una aproximación gráfica a ella: la música existe únicamente cuando suena. No debemos sacralizar su texto, como intentan algunos.

Claro que la anterior afirmación no justifica los desmanes de los músicos del siglo XIX: Wagner reorquestando a Gluck y modificando las sinfonías de Beethoven (“yo nunca llevé mi devoción a tomar sus indicaciones en sentido literal”); Mendelssohn cortando, reorquestando y, a veces, recomponiendo la Pasión según san Mateo de Bach; Mahler, ya en el comienzo del siglo XX, mutilando las sinfonías de Schumann y modificando la orquestación de la 9ª. de Beethoven, etc. La libertad tiene límites.

Pero volvamos a una época más cercana.

Las innovaciones producidas en la música en la segunda mitad del siglo XX, exigieron una modificación sustancial de la escritura, que ya era muy cuestionada. Hubo, desde antes, numerosas propuestas de cambio, entre ellas la de Luigi Russolo, el creador de los intonarumori[14]. Nuestra notación es el producto de sucesivas adaptaciones[15], realizadas a lo largo de los siglos, de una escritura pensada para una música muy diferente. Ésta ha cambiado mucho más de lo que lo ha hecho la notación. Sin embargo, la tradicional sigue siendo la más utilizada: la gran mayoría de los compositores la emplean, se usa para la música popular y, por supuesto, es también en la que se lee toda la música escrita en ella.

Con la nueva notación, al principio fue el caos: cada quien empleaba sus propios signos y para explicar su uso a los intérpretes debía hacer extensas explicaciones, a veces más largas que la misma obra. Hoy se ha avanzado bastante al respecto, aunque es frecuente, incluso en  notación tradicional, en los casos en que el compositor ha incorporado nuevas grafías, que haya indicaciones, al comienzo de la partitura, sobre cómo deben interpretarse determinados símbolos.

Las innovaciones en la escritura provocaron el surgimiento de un movimiento, el grafismo, en el que la notación deja de ser sólo un medio de representar la música, para convertirse en parte de la obra de arte. Se trata de un “cruce” entre música y plástica; la partitura adquiere la categoría de “cuadro”:

 

Pero esta nueva situación tiene antiguos antecedentes. En el siglo XV, el compositor francés Baude Cordier, nos regaló unas insólitas partituras que, indudablemente, aspiran a una posición más elevada que la de la simple representación de los sonidos. Es probable que ésta sea la más destacable:

 
Pero tiene otras. Por ejemplo, ésta circular que, curiosamente, tiene similitud gráfica con una de George Crumb, compositor del siglo XX, es decir, de 500 años después.

 

Y, también en el XV, Jean de Montchenu, un noble que fue protonotario eclesiástico y después obispo, famoso por su afición a las mujeres, encargó la confección de este libro de canciones medievales de amor. Cerrado, tiene forma de un corazón, pero abierto representa dos.
 
En el cancionero de Montchenu, la partitura no es en realidad un fin, sino un medio para lograr otra cosa.

Los ojos, cuando la invención de la escritura, fueron un auxiliar muy útil, pero ya en el siglo XIV se envalentonaron y comenzaron a desempeñar una función de mayor importancia. Más allá de ellos hay otra cosa: la vista permite el análisis, el conocimiento de las distintas partes y la relación entre ellas, abre el camino a aspectos racionales, necesarios para la composición y la ejecución, no tanto para la audición. Se puede escuchar música -y, de hecho, es una forma habitual de hacerlo- dejándose simplemente llevar por las emociones.

Es cierto que hay músicos que pueden llegar a comprender totalmente una obra por medio de la intuición, pero son excepcionales[16]. Y es probable que muchos grandes compositores no fueran completamente conscientes de lo que estaban haciendo en el momento de componer una obra, pero, casi con seguridad, lo fueron después de escribirla.  Ese nuevo nivel de conciencia les permitió encarar el futuro creativo desde un escalón más alto.

El ejecutante tiene que analizar las obras que está tocando para poder elegir la mejor manera de interpretarlas. (Y en este análisis, necesariamente, debe recurrir a los ojos.) La práctica de la música es una intrincada mezcla de sentimientos y razón. Aquéllos deben predominar, sí, pero bajo el control de la otra.

En realidad, todas las composiciones -las buenas y las malas-  tienen infinidad de aspectos que se encuentran más o menos fuera del alcance de los oídos, aspectos que, sin embargo, influyen en el efecto que producen en el oyente: las proporciones, el plan tonal (en este tipo de música hay una tonalidad principal, pero se “visitan” otras; a este recorrido se le llama plan tonal), la elaboración de temas y motivos (motivo es un breve fragmento melódico usado como elemento constructivo), etc., etc., etc. Si alguno de esos ingredientes es, digamos, interesante, la obra probablemente interesará, aunque no se sepa, auditivamente, cuál es el origen de ese interés.

En general, tendemos a pensar que la música del período romántico es más libre, que los clásicos son más “cuadrados”. Pues no. Compositores como Chopin o Schumann son tan rigurosos como el que más. Y no digamos Brahms que, consideran algunos, a veces se excede en su “intelectualismo”.

De lo mismo se acusa a mucha música compuesta desde la segunda mitad del siglo pasado. Pero lo más preocupante, a mi juicio, es lo que ocurre en la enseñanza, en donde, con demasiada frecuencia, los ojos sustituyen a los oídos.

En todos los libros de teoría básica de la música se dice que intervalo es la distancia entre dos notas. Esto constituye sólo una parte de la verdad y, lo que es peor, la parte menos musical de la misma. La distancia es un elemento muy importante de conocer, por supuesto, pero no tiene ninguna influencia sobre la percepción de la música, se aprecia sobre todo con la vista. La que sí lo tiene es la relación entre los sonidos, que establece qué nos hace sentir cada intervalo[17], lo cual únicamente se puede conocer con los oídos.

¿Y qué pasa en el estudio de la armonía?

La armonía tradicional, que es sólo válida para la música “clásica” de los siglos XVIII y XIX y para la mayor parte de la música “popular”, se estudia, muchas veces, como una fórmula eterna y universal, al punto de que no es extraño que algunos estudiantes  pregunten: “¿por qué dicen que las cosas deben ser así, si después, en muchas obras que tocamos, resulta completamente distinto?”

Es muy frecuente que se estudie en el papel, “en seco”, sin pasar por lo que suena. Se transforma así en un conjunto de reglas teóricas en donde se recomienda hacer determinadas cosas, se aconseja no realizar algunas y se PROHÍBEN otras. Pero si se pregunta a los estudiantes por qué es de este modo, muchos tendrán dificultades para responder, puesto que, en general, no tienen una adecuada relación auditiva con ellas.  Es necesario, no sólo que esa relación exista, sino que sea permanente; no basta con un breve contacto, porque hay que aprender a escuchar. Un ejemplo característico son las 5as. paralelas, que  están absolutamente prohibidas. ¿Por qué razón? ¿Y cuál será entonces el motivo de que aparezcan, excepcionalmente, en los corales de Bach[18]? Es más que probable que un número considerable de estudiantes no atine a respuestas adecuadas. El asunto de las 5as. paralelas es sólo uno de muchos: 8as. paralelas, 5as. y 8as. “ocultas”, resolución y duplicación de la sensible, distancia entre las voces y cruzamiento de las mismas, etc., etc.

En el estudio de los instrumentos de teclado ocurren cosas similares. En ellos,  el orden en que aparecen las notas es similar al que se encuentra en el papel. Sólo hay que hacer estas simples transposiciones: arriba (agudo en lo escrito) por  derecha (agudo en el teclado) y, en la otra dirección, abajo (grave en el papel) por izquierda (grave en el instrumento). Se crea así una asociación ojos-manos que apenas pasa por los oídos, lo que no sucede en los otros instrumentos, en los cuales es necesario utilizar la audición para encontrar las notas[19], que están ordenadas de otros modos. Por lo tanto, si se estudian los intervalos y los acordes por la forma en que se escriben y se tocan y no por la manera en que suenan, se está cometiendo un pecado contra la música, porque ésta no es otra cosa que el arte de los sonidos.

Casi todo el estudio teórico ha sido escamoteado a los oídos y orientado hacia los ojos, con un resultado claramente perverso.

Resumiendo: desde la invención de la escritura, los ojos han brindado un excelente servicio a la música. Sin aquélla y sin éstos, hubiera sido imposible la evolución de la música occidental. Pero ambos -ojos y escritura- se han excedido, queriendo ocupar, a veces, el lugar más importante que, por supuesto, le corresponde a los oídos. Los estudiantes musicalmente más talentosos terminan superando este problema, encontrando el verdadero camino, pero ¿no habrá quienes pierden la ruta, empujados por una enseñanza profundamente errónea?



[1] Hay 5 signos, pero el 3º y el 4º están “ligados”, suenan una sola vez.

(Haga click en el número para volver al texto principal.)

[2] La zarabanda es una danza que se extendió por  Europa desde España, muy probablemente proveniente de América. Estuvo  prohibida por ser lasciva, pero después se transformó, adquirió un carácter solemne y trágico, tal vez para hacer olvidar su pasado pecaminoso. Algunas de las zarabandas de Bach están, a mi juicio, entre la música más hermosa que se ha escrito. (Hace unas décadas, en Guatemala, la palabra  significaba baile o diversión de indios y negros. No sé actualmente.)

[3] Esto,  dentro de la tonalidad, es cierto para los  sonidos aislados, pero mucho más aún para los intervalos y los acordes, es decir, para la relación entre dos, tres o más notas.

[4] Cuentan que el compositor Camille Saint-Saëns ingresó al teatro cuando ya había comenzado la función y estaba sonando el solo inicial de fagot en registro sobreagudo, un registro que no se empleaba en la época. Preguntó entonces: “¿Qué instrumento es ese?”. “Un fagot”, le contestaron. Se dio media vuelta y se fue, indignado.

[5] Tuvo una muerte trágica. Terminada  la segunda guerra mundial, lo mató de tres disparos un soldado norteamericano de ocupación.

[6] Por ejemplo, sus Cinco cánones para soprano y dos clarinetes, Op. 16, tienen una duración total de cuatro minutos; tres de ellos duran alrededor de treinta segundos cada uno.

[7] Ya en esta obra le resulta imposible al intérprete satisfacer las exigencias del compositor en cuanto a los matices (p, ppp, mf, ff, etc.), tan próximos unos de otros y, a veces, simultáneos. Escrituras de este tipo se hicieron comunes en el serialismo integral.

[8] Xenakis, quien trabajó como ingeniero en el estudio de Le Corbusier, sostiene que la música que compone tiene su fundamento más importante en ciertos “fenómenos naturales, tales como la colisión del granizo o la lluvia sobre superficies duras, o el canto de las cigarras en un campo veraniego. Estos acontecimientos sonoros están constituidos por miles de sonidos aislados; esta multitud de sonidos, vista como una totalidad, es un nuevo acontecimiento sonoro. Este acontecimiento sigue las leyes aleatorias y estocásticas.”

[9] La obra más “extremista” de Cage es 4’33’’, nombre que indica la duración de la misma. Es una pieza para piano (pero puede “tocarse” en cualquier instrumento o conjunto), en la que el ejecutante levanta las manos como si fuera a comenzar y así se queda,  cuatro minutos y treinta y tres segundos. Supuestamente, se basa en la necesidad  de escuchar los sonidos y ruidos casuales, y en minimizar -aquí al máximo posible- la función del compositor, pero más bien parece una provocación (¿merecida para algunos?). Por supuesto, 4’33’’ es idolatrada por los esnobs.

[10] Este fervor vanguardista se mitigó bastante rápidamente. Aunque hoy se mantienen importantes corrientes, que pueden englobarse (con más o menos exactitud) en lo que se llama la nueva complejidad, ya en las últimas décadas del siglo XX aparecieron tendencias, muy diversas entre sí, restauradoras del pasado, ya sea de la tonalidad, de la modalidad o, simplemente, de la consonancia. Incluso, podemos encontrar numerosos compositores renegando de su obra anterior.
[11] El pulso es una unidad de tiempo. Se trata, casi siempre, de lo que marcamos con el pie cuando escuchamos música.

[12] Además de ser uno de los más grandes compositores del siglo XIX, Chopin fue un destacadísimo pianista y un profesor excepcional. Llegó a París, para quedarse, en 1830, durante el fracasado levantamiento polaco contra la ocupación de la Rusia zarista. Tenía poco más de veinte años.  En el invierno de 1832 comienza a dar clases, con tal demanda que puede cobrar honorarios exorbitantes.

[13] Famoso compositor de ópera, que cambió su nombre, Jacobo, por el de Giacomo.

[14] Pintor y músico del movimiento futurista italiano, Russolo es recordado especialmente por haber construido varios instrumentos, genéricamente llamados intonarumori, que eran máquinas productoras de ruidos. Su propósito, justamente, introducir el ruido en la música. Al terminar la primera guerra mundial hizo, en París, una demostración que impresionó a Ravel, Milhaud y Stravinsky, a la vez que entusiasmó a Varèse y Mondrian. Como no pudo comercializarlos, dejó los prototipos en Francia, en donde se quemaron durante la segunda guerra mundial. De ellos sólo se conservan algunas fotografías y una pésima grabación, en la que poco se puede apreciar.

[15] Lo que da como resultado que haya aspectos muy poco racionales. Uno de ellos: el pulso (unidad de tiempo) no tiene un signo que lo represente, sino varios. Según los casos, puede ser la negra, la blanca, la negra con puntillo, la corchea o, menos frecuentemente, la blanca con puntillo, la corchea con puntillo o incluso la redonda. (Este asunto le provoca enormes confusiones a los niños, sobre todo a los pequeños.)

[16] Incluso a Charlie Parker, genial saxofonista de jazz, que tocaba de oído, le sirvió cierta dosis de racionalización. En una oportunidad, le trasmitieron  algunos conocimientos teóricos. Parece que se encerró durante un par de días con su instrumento para asimilar lo aprendido, después de lo cual, su nivel de improvisación subió ostensiblemente.

[17] En algunos casos, además, dependiendo del contexto.

[18] Los 371 de Bach, pertenecientes a sus cantatas, pasiones y otras obras corales, son como una “biblia” en el estudio de la armonía tradicional. Se trata de la armonización de melodías ajenas preexistentes.

[19] Otro factor que permite “holgazanear” a los oídos en los instrumentos de teclado es la afinación, que en ellos está predeterminada. No se la puede modificar cuando se está tocando. En casi todos los otros, el ejecutante debe buscar -básicamente oyendo-, la afinación exacta.