jueves, 24 de mayo de 2012

LA MÚSICA, ENTRE OJOS Y OÍDOS              Segunda parte

Por un lado, los ejecutantes no respetaban lo escrito en la partitura; por otro, la notación adquirió una importancia tal que condicionó radicalmente la composición.

En el siglo XIV nos encontramos con una corriente que, de distintas maneras, reaparecerá a lo largo del tiempo, la cual introduce en la composición elementos que se ven, pero no se oyen. En la primera parte de MÚSICA Y PALABRA: CONFLICTOS DE FAMILIA, en este mismo blog, me referí, en ese sentido, a Guillaume de Machaut y al motete isorrítmico (ambos medievales). Mencioné también a Bach (siglo XVIII), de quien veremos a continuación algunos casos. Encontramos, en él, diferentes formas de utilizar esta música “visual”.

El arte de la fuga y La ofrenda musical son dos de sus últimas obras. Su lenguaje es muy abstracto, al punto que en buena parte de ellas no hay indicación de con qué instrumentos deben ejecutarse: son puramente combinaciones de sonidos.

El primero tiene un propósito didáctico, es algo así como un curso de escritura de la fuga, mostrando todos los artificios que se pueden realizar: empieza con una fuga “normal”, con el tema “al derecho”; después con el tema invertido; a continuación con ambos simultáneos; más adelante, fugas doble y triple, en espejo y, finalmente, una fuga cuádruple. Además, incluye cuatro cánones.

La fuga era el más prestigioso de los géneros de contrapunto imitativo. El canon, menos ilustre, consiste en la repetición (imitación) de toda la melodía de la voz principal por otra que empieza después que la primera, la cual, por supuesto, sigue sonando. (Puede haber más de dos voces, todas empezando en forma escalonada.)

Pero los cánones llegan a ser muy complejos. El primero de El arte de la fuga es per augmentationem in motu contrario. Aumentación significa que la duración de cada una de las notas de la segunda voz es mayor (en este caso, el doble) que la duración de las de la otra. Movimiento contrario quiere decir que cuando la primera voz sube, la segunda baja, y viceversa, pero sin modificar el tamaño de los intervalos. La imagen que sigue muestra los primeros compases de ese canon. (Se trata de la primera edición, hecha por Carlos Felipe Emanuel, hijo de Juan Sebastián y compositor de enorme talento.) La segunda voz empieza después de cuatro compases de la primera y necesita dos para incluir las cuatro notas[1] (haga click en el número para ir a la llamada) que, en la primera, caben en uno solo. (Eso ocurre por la aumentación.) Con respecto al movimiento contrario en esas primeras cuatro notas: la primera voz sube un intervalo de 6ª. y baja por dos intervalos de 2ª.; la segunda, a la inversa, baja una 6ª. y sube por dos 2as. Este procedimiento de aumentación y movimiento contrario se mantiene por más de cien compases, que es lo que dura el canon. Y suena bien.


La ofrenda musical fue encargada por el rey Federico, llamado el Grande, patrón de Carlos Felipe Emanuel. El monarca recibió a Juan Sebastián en su palacio, en donde éste improvisó  cánones sobre un tema del rey, que también era músico. En los meses siguientes, elaboró las improvisaciones y se las envió, en un papel finísimo y encuadernadas en cuero con ribetes de oro. A continuación podemos escuchar, en un enlace, un canon de La ofrenda… Creo que allí se explica suficientemente, de forma visual, qué está ocurriendo.


En los dos ejemplos anteriores, en los cuales sólo es posible descubrir con la vista los procedimientos empleados, éstos se relacionan estructuralmente con la música. Pero no siempre sucede así:

El sostenido (#) es un signo que sirve para subir un semitono la altura de un sonido. En alemán se dice Kreuz (cruz). En una de sus cientos de cantatas, cuando el texto menciona la cruz de Cristo, Bach se las ingenia para poner un sostenido a la nota correspondiente. Parecería un simple acto de diversión personal, pero puede tener un significado serio, simbólico. En cualquier caso no es posible apreciarlo sólo con el oído.

Hay, todavía, por lo menos otra forma de música “visual” en Bach. Se trata de lo que se escribe, pero no suena.

En el comienzo de la Zarabanda[2] de la 3ª. de las Suites inglesas para clave (actualmente tocadas casi siempre en el piano) hay un largo pedal armónico de siete compases. El pedal armónico es una nota que se mantiene (generalmente en la parte más grave), aunque  estén sonando acordes en los que esa no se encuentre incluida. En esta zarabanda (como ocurre con la mayoría de los pedales), la nota se ejecuta solamente una vez, en este caso al comienzo del primer compás, y se sostiene hasta el séptimo. Pero en el piano (y mucho más en el clave) el sonido se apaga muy rápido. En el enlace que sigue, los siete  compases del pedal duran más de veinte segundos; sin embargo, el sonido desapareció más o menos a los dos segundos. Al anotarlo así,  Bach parece estarnos diciendo: “lo escribí de esa manera porque querría que de ese modo sonase”.


En el período clásico, mucho más “realista” -las cosas son como son- , no nos encontramos con música “visual” (con alguna pequeña excepción en Beethoven), pero ésta reaparece durante el romanticismo, especialmente en la obra de juventud de Schumann (nacido en 1810).  Éste, en lo que quizá se trate de una paradoja, a medida que pasaba el tiempo y se acercaba a la locura (su triste destino), se hacía musicalmente más conservador.

En algunos casos, lo que se ve y no se escucha en Schumann se parece a lo de la zarabanda de Bach. En las Variaciones Abegg, para piano, coloca varios acentos sobre una larguísima nota, lo cual resulta imposible de ejecutar en ese instrumento. En él, una vez que un sonido empieza a sonar, se encamina inexorablemente hacia la desaparición. Habría que “atacarlo” nuevamente para lograr  mayor intensidad; en cambio en el violín,  por ejemplo, se puede variar a voluntad el volumen de una nota que está sonando.

Pero en la Humoresca, también para piano, nos encontramos con una novedad. En una parte de la obra coloca tres pentagramas: el superior para la mano derecha, el inferior para la izquierda y el del medio para una melodía ¡que no se toca!, melodía que está apenas sugerida en la mano derecha. Hay aquí una cosa oculta, que el autor le revela a los ojos, pero sólo muy parcialmente a los oídos.

En la zarabanda, Bach plantea la imposibilidad que tiene un instrumento imperfecto de reproducir la estructura ideal de la obra. Escribe lo que debería sonar. En la Humoresca es distinto: Schumann nos muestra algo que está más allá de la música que escuchamos, pero, a la vez, incluido en ella. Muy romántico.

En el siglo XX, la música “visual” tiene sus primeros exponentes en la denominada segunda Escuela de Viena, constituida por Arnold Schoenberg -creador del llamado dodecafonismo- y sus dos discípulos más importantes, Alban Berg y Anton von Webern, también dodecafonistas.
La mayoría de la música que escuchamos es tonal. La tonalidad es un sistema  en el que no todos los sonidos tienen la misma jerarquía,  unos son más importantes que otros y desempeñan funciones diversas. Están los que nos invitan a continuar, que generan movimiento, que percibimos  como inestables, mientras otros, por el contrario,  nos producen sensación de estabilidad[3]. En las últimas décadas del siglo XIX, algunos compositores comienzan a desdibujar las funciones tonales. Y en el comienzo del XX hay quienes -en el mundo germánico- optan por eliminarlas totalmente. Estamos ante lo que se ha llamado música atonal, de la que Schoenberg es el principal exponente. Una de sus obras atonales más famosas, Pierrot Lunaire, se estrenó en 1912 y dio mucho de qué hablar.


Tanto Schoenberg como Berg se caracterizan por una expresividad crispada, que los relaciona directamente con el movimiento expresionista pictórico, del que el primero formó parte, pues durante años fue también pintor. La manifestación más tardía del expresionismo germánico la encontramos en el cine: sus exponentes más connotados, Friedrich Murnau (El gabinete del Dr. Caligari) y Fritz Lang (Metrópolis).



En los años anteriores a 1914, en el que se inicia la primera guerra mundial, se produce, en el arte occidental, una crisis como pocas, por la forma en que los movimientos de vanguardia rompen con las tradiciones anteriores. Varios importantes movimientos pictóricos se generan en esa época: en 1905, en París, aparecen los fauves, de quienes Matisse fue precursor; en 1906 se crea en la ciudad de Dresde, El puente, primer grupo expresionista; en 1907, otra vez en París, encontramos el cubismo, con Picasso a la cabeza; en 1911, en Munich, en torno a Kandinsky, se forma otra agrupación expresionista, El jinete azul. Aquí surge la pintura abstracta, no figurativa. Y las sorprendentes novedades musicales provocan intensas reacciones de los melómanos: un concierto con obras de alumnos de Schoenberg queda inconcluso por los abucheos del público, en 1912; en ese mismo año se estrena, también con la ruidosa participación de los asistentes, Pierrot Lunaire; en 1913 se lleva a cabo el estreno del ballet La consagración de la primavera[4], de Stravinsky, que produce un gran escándalo, tanto por la coreografía de Nijinsky como por la música de Stravinsky, quien, dicen, se vio obligado a escapar saltando por una ventana de la parte trasera, mientras admiradores y detractores se golpeaban en las puertas del teatro.

Y después viene la guerra, que marca el derrumbe definitivo del ancien régime. En relación con ella desaparecen cuatro de los  imperios más retrógrados (ruso, otomano, alemán y austro-húngaro).

En 1923, después de un largo silencio compositivo, Schoenberg presenta una nueva obra, ya dodecafónica. En su música anterior, lo atonal había sustituido a lo tonal, pero sin un sistema organizativo. Lo pretende ahora con el dodecafonismo, que es un “método de componer con doce sonidos sólo relacionados entre sí”, según palabras del propio Schoenberg. Es decir que no hay, como en la tonalidad, sonidos jerárquicamente más importantes. Los doce a que él se refiere son la totalidad de los que usamos en occidente y los organiza en una serie que debe escucharse completa antes de que vuelvan a empezar a oírse. El orden en que aparecen cambia en cada obra, determinado por el compositor, y se emplean varios procedimientos de transformación provenientes de la música contrapuntística (Bach y sus antecesores). La técnica dodecafónica se basa en que percibimos estructuras (gestalt) y no objetos aislados. De más está decir que, aunque los procederes son similares, el lenguaje de unos y otros es absolutamente diferente.

Los procedimientos contrapuntísticos del dodecafonismo vuelven a ubicar a los ojos en un primer plano, como se puede apreciar en la partitura adjunta de Schoenberg. En el pentagrama superior está la serie, numerada del 0 al 11; en el inferior hay una transposición de la misma serie, es decir, los mismos intervalos pero con
otras notas, también numerada. Pero aquí nos encontramos, además, con la aparente interrupción de la serie en el sonido 7; los sonidos 8 a 11 se escuchan simultáneamente con el 4 y siguientes (véase la numeración en la partitura). Este método de composición tuvo  muy relativo predicamento hasta después de la segunda guerra mundial, cuando su situación cambió radicalmente.

Hasta ese momento, el menos apreciado de los tres dodecafonistas mencionados era Webern[5], que recién fue “descubierto” por algunos destacados compositores jóvenes  en los cursos de la ciudad alemana de Darmstadt.

Estos cursos anuales de verano se inician, sin muchas pretensiones, en 1947, a menos de dos años de terminada la guerra. En poco tiempo se convierten en un importante foco de    atracción para los jóvenes vanguardistas de muchas partes del mundo. Es allí que Webern resulta revalorizado. Además de componer obras muy breves[6], se caracteriza por ser el más estricto en el cumplimiento de las normas de la técnica dodecafónica establecidas por Schoenberg. Y, con una extremada afición por la simetría -que sólo se ve-, va más lejos que su maestro.

Fue Olivier Messiaen, a pesar de que no era un dodecafonista ortodoxo, quien  “descubrió” Webern a los principales compositores de los cursos de Darmstadt. Además, Messiaen compuso Modo de valores e intensidades[7], una pieza para piano que constituye el primer intento de un serialismo integral ya insinuado por Webern. Cuando los compositores Pierre Boulez (francés), Karlheinz Stockhausen (alemán) y Luigi Nono (italiano), las tres figuras centrales de los cursos, toman conciencia de los procedimientos de aquél y conocen la pieza de Messiaen, inician, firmemente, el camino hacia el serialismo integral. Schoenberg había serializado las alturas de los sonidos; ahora se establecen series también para los otros parámetros musicales: ritmo, matiz, etc. Y la importancia de los cursos puede medirse por el hecho de que obtienen, en la jerga internacional, el estatus de Escuela de Darmstadt y ésta, el de sinónimo de serialismo integral.

La nueva forma de componer tiene un gran éxito entre las minoritarias vanguardias de todo el mundo. Junto a él, se desarrolla un inmenso dogmatismo: para sus fieles, no existe otra forma legítima de escribir música. Y, por cuanto Europa ha perdido su exclusividad como ombligo del universo, se afirma la sustitución del tradicional eurocentrismo por el paísesdesarrolladoscentrismo,.

El serialismo integral privilegia la participación de los ojos en la composición, pero se introduce, además, un nuevo elemento: Iannis Xenakis, ingeniero griego nacionalizado francés,  ingresa fórmulas matemáticas en lo que él llamó música estocástica. Ésta se basa en el principio de indeterminación, en las leyes del cálculo de probabilidades. Controla las grandes masas sonoras, pero los acontecimientos a pequeña escala son producto del azar estadístico[8].

La imagen siguiente muestra una matriz de Xenakis, hecha antes de iniciar la composición de su obra Achorripsis. Indica los eventos que  producirán en ella los distintos instrumentos de la orquesta; nos muestra claramente el predominio de lo racional en esta música.
La introducción del azar, sumado a la hipercomplejidad de las obras de los serialistas integrales, que imposibilita la ejecución exacta de las mismas y, sobre todo, con la aparición, en Estados Unidos, de una tendencia, de la que la principal figura es John Cage[9], notablemente influido por el pensamiento oriental, provocan el nacimiento de otra corriente exitosa, la de la música aleatoria, esto es, de una música regida, en mayor o menor grado, justamente por el azar. En ella, el intérprete vuelve a adquirir una mayor relevancia, mientras disminuye el papel del compositor.

Varios de los más importantes compositores de la Escuela de Darmstadt, además de otros igualmente famosos que no pertenecieron a ella, realizaron incursiones en la aleatoriedad[10].

Incluso la música “normal” tiene un punto de contacto con ella.

Si un pianista quiere ejecutar una mazurca de Chopin, debe estudiar la partitura. Casi lo primero que va a encontrar es la cifra 3/4, que significa que la pieza está en una métrica de tres pulsos[11] en cada compás, en una métrica ternaria. (Simplificando un poco, podemos afirmar que toda la música tradicional de occidente está en métricas ternarias como ésta o, más frecuentemente, en unas binarias -dos o cuatro pulsos por compás-.) Después, nuestro pianista hallará signos que le indicarán qué notas debe tocar y, al mismo tiempo, otros que lo referirán a la duración de los sonidos, y un montón más,  incluidos diversas palabras y números, que le estarán mostrando la intensidad, la velocidad, la articulación, el carácter, etc. Este último grupo de indicaciones tiene una precisión bastante relativa. ¿Qué significa, por ejemplo, tocar forte? ¿Establece la indicación cuántos decibeles tendrán los sonidos? Por supuesto que no. Y así ocurre en las distintas categorías. Aparentemente, sólo las alturas y las duraciones están indicadas con total precisión, pero, ¿será así? Sin duda lo es con respecto a las alturas: constituye casi pecado mortal que un instrumentista toque una nota por otra. Pero no sucede lo mismo cuando nos referimos a las duraciones, al ritmo. Hay allí una cierta libertad; respetar con absoluto rigor lo que está escrito produce una ejecución mecánica, maquinal. En ese sentido, puede ser ilustrativa esta anécdota de Chopin[12].

Uno de sus alumnos -muchos lo veneraban- cuenta que trataba el ritmo con entera libertad, pero que lo hacía de tal forma que todo resultaba absolutamente natural. En particular, en muchas mazurcas, la métrica de 3/4, se transformaba en 4/4. Después de años se animó a decírselo. “Lo negó estruendosamente, hasta que le hice tocar una y conté cuatro [pulsos] en cada compás, lo que encajaba perfectamente. Entonces se rió y me explicó que era el carácter nacional de la danza lo que producía esa particularidad”.

Otro alumno refiere una situación similar, pero muy diferente. Relata que durante una clase suya apareció Meyerbeer[13]. “Llegó sin anunciarse, por supuesto: él era un rey”. Cuando empezó a sonar otra vez la mazurca que estaban estudiando,  Meyerbeer dijo: “Eso está en 2/4”, afirmación que repitió, sosegadamente, ante la negativa de Chopin, quien, “con los ojos lanzando llamas”, perdió la calma. “ ‘Está en 3/4’, casi gritó, él que normalmente no levantaba la voz por encima de un murmullo.” Finalmente, después de una serie de escaramuzas entre ambos, Meyerbeer se fue, en malos términos y, según el primer alumno (que se enteró del incidente), Chopin nunca le perdonó lo ocurrido.

Naturalmente, esto no es aleatoriedad. Ésta supone azar, que no está incluido en las anécdotas expuestas, y la libertad rítmica -ya que estamos hablando de ella- no significa una pérdida de identidad de la obra, lo cual sí puede ocurrir en la música aleatoria, que llega a ser irreconocible de una ejecución a otra. Pero la partitura no es la música, sino sólo una aproximación gráfica a ella: la música existe únicamente cuando suena. No debemos sacralizar su texto, como intentan algunos.

Claro que la anterior afirmación no justifica los desmanes de los músicos del siglo XIX: Wagner reorquestando a Gluck y modificando las sinfonías de Beethoven (“yo nunca llevé mi devoción a tomar sus indicaciones en sentido literal”); Mendelssohn cortando, reorquestando y, a veces, recomponiendo la Pasión según san Mateo de Bach; Mahler, ya en el comienzo del siglo XX, mutilando las sinfonías de Schumann y modificando la orquestación de la 9ª. de Beethoven, etc. La libertad tiene límites.

Pero volvamos a una época más cercana.

Las innovaciones producidas en la música en la segunda mitad del siglo XX, exigieron una modificación sustancial de la escritura, que ya era muy cuestionada. Hubo, desde antes, numerosas propuestas de cambio, entre ellas la de Luigi Russolo, el creador de los intonarumori[14]. Nuestra notación es el producto de sucesivas adaptaciones[15], realizadas a lo largo de los siglos, de una escritura pensada para una música muy diferente. Ésta ha cambiado mucho más de lo que lo ha hecho la notación. Sin embargo, la tradicional sigue siendo la más utilizada: la gran mayoría de los compositores la emplean, se usa para la música popular y, por supuesto, es también en la que se lee toda la música escrita en ella.

Con la nueva notación, al principio fue el caos: cada quien empleaba sus propios signos y para explicar su uso a los intérpretes debía hacer extensas explicaciones, a veces más largas que la misma obra. Hoy se ha avanzado bastante al respecto, aunque es frecuente, incluso en  notación tradicional, en los casos en que el compositor ha incorporado nuevas grafías, que haya indicaciones, al comienzo de la partitura, sobre cómo deben interpretarse determinados símbolos.

Las innovaciones en la escritura provocaron el surgimiento de un movimiento, el grafismo, en el que la notación deja de ser sólo un medio de representar la música, para convertirse en parte de la obra de arte. Se trata de un “cruce” entre música y plástica; la partitura adquiere la categoría de “cuadro”:

 

Pero esta nueva situación tiene antiguos antecedentes. En el siglo XV, el compositor francés Baude Cordier, nos regaló unas insólitas partituras que, indudablemente, aspiran a una posición más elevada que la de la simple representación de los sonidos. Es probable que ésta sea la más destacable:

 
Pero tiene otras. Por ejemplo, ésta circular que, curiosamente, tiene similitud gráfica con una de George Crumb, compositor del siglo XX, es decir, de 500 años después.

 

Y, también en el XV, Jean de Montchenu, un noble que fue protonotario eclesiástico y después obispo, famoso por su afición a las mujeres, encargó la confección de este libro de canciones medievales de amor. Cerrado, tiene forma de un corazón, pero abierto representa dos.
 
En el cancionero de Montchenu, la partitura no es en realidad un fin, sino un medio para lograr otra cosa.

Los ojos, cuando la invención de la escritura, fueron un auxiliar muy útil, pero ya en el siglo XIV se envalentonaron y comenzaron a desempeñar una función de mayor importancia. Más allá de ellos hay otra cosa: la vista permite el análisis, el conocimiento de las distintas partes y la relación entre ellas, abre el camino a aspectos racionales, necesarios para la composición y la ejecución, no tanto para la audición. Se puede escuchar música -y, de hecho, es una forma habitual de hacerlo- dejándose simplemente llevar por las emociones.

Es cierto que hay músicos que pueden llegar a comprender totalmente una obra por medio de la intuición, pero son excepcionales[16]. Y es probable que muchos grandes compositores no fueran completamente conscientes de lo que estaban haciendo en el momento de componer una obra, pero, casi con seguridad, lo fueron después de escribirla.  Ese nuevo nivel de conciencia les permitió encarar el futuro creativo desde un escalón más alto.

El ejecutante tiene que analizar las obras que está tocando para poder elegir la mejor manera de interpretarlas. (Y en este análisis, necesariamente, debe recurrir a los ojos.) La práctica de la música es una intrincada mezcla de sentimientos y razón. Aquéllos deben predominar, sí, pero bajo el control de la otra.

En realidad, todas las composiciones -las buenas y las malas-  tienen infinidad de aspectos que se encuentran más o menos fuera del alcance de los oídos, aspectos que, sin embargo, influyen en el efecto que producen en el oyente: las proporciones, el plan tonal (en este tipo de música hay una tonalidad principal, pero se “visitan” otras; a este recorrido se le llama plan tonal), la elaboración de temas y motivos (motivo es un breve fragmento melódico usado como elemento constructivo), etc., etc., etc. Si alguno de esos ingredientes es, digamos, interesante, la obra probablemente interesará, aunque no se sepa, auditivamente, cuál es el origen de ese interés.

En general, tendemos a pensar que la música del período romántico es más libre, que los clásicos son más “cuadrados”. Pues no. Compositores como Chopin o Schumann son tan rigurosos como el que más. Y no digamos Brahms que, consideran algunos, a veces se excede en su “intelectualismo”.

De lo mismo se acusa a mucha música compuesta desde la segunda mitad del siglo pasado. Pero lo más preocupante, a mi juicio, es lo que ocurre en la enseñanza, en donde, con demasiada frecuencia, los ojos sustituyen a los oídos.

En todos los libros de teoría básica de la música se dice que intervalo es la distancia entre dos notas. Esto constituye sólo una parte de la verdad y, lo que es peor, la parte menos musical de la misma. La distancia es un elemento muy importante de conocer, por supuesto, pero no tiene ninguna influencia sobre la percepción de la música, se aprecia sobre todo con la vista. La que sí lo tiene es la relación entre los sonidos, que establece qué nos hace sentir cada intervalo[17], lo cual únicamente se puede conocer con los oídos.

¿Y qué pasa en el estudio de la armonía?

La armonía tradicional, que es sólo válida para la música “clásica” de los siglos XVIII y XIX y para la mayor parte de la música “popular”, se estudia, muchas veces, como una fórmula eterna y universal, al punto de que no es extraño que algunos estudiantes  pregunten: “¿por qué dicen que las cosas deben ser así, si después, en muchas obras que tocamos, resulta completamente distinto?”

Es muy frecuente que se estudie en el papel, “en seco”, sin pasar por lo que suena. Se transforma así en un conjunto de reglas teóricas en donde se recomienda hacer determinadas cosas, se aconseja no realizar algunas y se PROHÍBEN otras. Pero si se pregunta a los estudiantes por qué es de este modo, muchos tendrán dificultades para responder, puesto que, en general, no tienen una adecuada relación auditiva con ellas.  Es necesario, no sólo que esa relación exista, sino que sea permanente; no basta con un breve contacto, porque hay que aprender a escuchar. Un ejemplo característico son las 5as. paralelas, que  están absolutamente prohibidas. ¿Por qué razón? ¿Y cuál será entonces el motivo de que aparezcan, excepcionalmente, en los corales de Bach[18]? Es más que probable que un número considerable de estudiantes no atine a respuestas adecuadas. El asunto de las 5as. paralelas es sólo uno de muchos: 8as. paralelas, 5as. y 8as. “ocultas”, resolución y duplicación de la sensible, distancia entre las voces y cruzamiento de las mismas, etc., etc.

En el estudio de los instrumentos de teclado ocurren cosas similares. En ellos,  el orden en que aparecen las notas es similar al que se encuentra en el papel. Sólo hay que hacer estas simples transposiciones: arriba (agudo en lo escrito) por  derecha (agudo en el teclado) y, en la otra dirección, abajo (grave en el papel) por izquierda (grave en el instrumento). Se crea así una asociación ojos-manos que apenas pasa por los oídos, lo que no sucede en los otros instrumentos, en los cuales es necesario utilizar la audición para encontrar las notas[19], que están ordenadas de otros modos. Por lo tanto, si se estudian los intervalos y los acordes por la forma en que se escriben y se tocan y no por la manera en que suenan, se está cometiendo un pecado contra la música, porque ésta no es otra cosa que el arte de los sonidos.

Casi todo el estudio teórico ha sido escamoteado a los oídos y orientado hacia los ojos, con un resultado claramente perverso.

Resumiendo: desde la invención de la escritura, los ojos han brindado un excelente servicio a la música. Sin aquélla y sin éstos, hubiera sido imposible la evolución de la música occidental. Pero ambos -ojos y escritura- se han excedido, queriendo ocupar, a veces, el lugar más importante que, por supuesto, le corresponde a los oídos. Los estudiantes musicalmente más talentosos terminan superando este problema, encontrando el verdadero camino, pero ¿no habrá quienes pierden la ruta, empujados por una enseñanza profundamente errónea?



[1] Hay 5 signos, pero el 3º y el 4º están “ligados”, suenan una sola vez.

(Haga click en el número para volver al texto principal.)

[2] La zarabanda es una danza que se extendió por  Europa desde España, muy probablemente proveniente de América. Estuvo  prohibida por ser lasciva, pero después se transformó, adquirió un carácter solemne y trágico, tal vez para hacer olvidar su pasado pecaminoso. Algunas de las zarabandas de Bach están, a mi juicio, entre la música más hermosa que se ha escrito. (Hace unas décadas, en Guatemala, la palabra  significaba baile o diversión de indios y negros. No sé actualmente.)

[3] Esto,  dentro de la tonalidad, es cierto para los  sonidos aislados, pero mucho más aún para los intervalos y los acordes, es decir, para la relación entre dos, tres o más notas.

[4] Cuentan que el compositor Camille Saint-Saëns ingresó al teatro cuando ya había comenzado la función y estaba sonando el solo inicial de fagot en registro sobreagudo, un registro que no se empleaba en la época. Preguntó entonces: “¿Qué instrumento es ese?”. “Un fagot”, le contestaron. Se dio media vuelta y se fue, indignado.

[5] Tuvo una muerte trágica. Terminada  la segunda guerra mundial, lo mató de tres disparos un soldado norteamericano de ocupación.

[6] Por ejemplo, sus Cinco cánones para soprano y dos clarinetes, Op. 16, tienen una duración total de cuatro minutos; tres de ellos duran alrededor de treinta segundos cada uno.

[7] Ya en esta obra le resulta imposible al intérprete satisfacer las exigencias del compositor en cuanto a los matices (p, ppp, mf, ff, etc.), tan próximos unos de otros y, a veces, simultáneos. Escrituras de este tipo se hicieron comunes en el serialismo integral.

[8] Xenakis, quien trabajó como ingeniero en el estudio de Le Corbusier, sostiene que la música que compone tiene su fundamento más importante en ciertos “fenómenos naturales, tales como la colisión del granizo o la lluvia sobre superficies duras, o el canto de las cigarras en un campo veraniego. Estos acontecimientos sonoros están constituidos por miles de sonidos aislados; esta multitud de sonidos, vista como una totalidad, es un nuevo acontecimiento sonoro. Este acontecimiento sigue las leyes aleatorias y estocásticas.”

[9] La obra más “extremista” de Cage es 4’33’’, nombre que indica la duración de la misma. Es una pieza para piano (pero puede “tocarse” en cualquier instrumento o conjunto), en la que el ejecutante levanta las manos como si fuera a comenzar y así se queda,  cuatro minutos y treinta y tres segundos. Supuestamente, se basa en la necesidad  de escuchar los sonidos y ruidos casuales, y en minimizar -aquí al máximo posible- la función del compositor, pero más bien parece una provocación (¿merecida para algunos?). Por supuesto, 4’33’’ es idolatrada por los esnobs.

[10] Este fervor vanguardista se mitigó bastante rápidamente. Aunque hoy se mantienen importantes corrientes, que pueden englobarse (con más o menos exactitud) en lo que se llama la nueva complejidad, ya en las últimas décadas del siglo XX aparecieron tendencias, muy diversas entre sí, restauradoras del pasado, ya sea de la tonalidad, de la modalidad o, simplemente, de la consonancia. Incluso, podemos encontrar numerosos compositores renegando de su obra anterior.
[11] El pulso es una unidad de tiempo. Se trata, casi siempre, de lo que marcamos con el pie cuando escuchamos música.

[12] Además de ser uno de los más grandes compositores del siglo XIX, Chopin fue un destacadísimo pianista y un profesor excepcional. Llegó a París, para quedarse, en 1830, durante el fracasado levantamiento polaco contra la ocupación de la Rusia zarista. Tenía poco más de veinte años.  En el invierno de 1832 comienza a dar clases, con tal demanda que puede cobrar honorarios exorbitantes.

[13] Famoso compositor de ópera, que cambió su nombre, Jacobo, por el de Giacomo.

[14] Pintor y músico del movimiento futurista italiano, Russolo es recordado especialmente por haber construido varios instrumentos, genéricamente llamados intonarumori, que eran máquinas productoras de ruidos. Su propósito, justamente, introducir el ruido en la música. Al terminar la primera guerra mundial hizo, en París, una demostración que impresionó a Ravel, Milhaud y Stravinsky, a la vez que entusiasmó a Varèse y Mondrian. Como no pudo comercializarlos, dejó los prototipos en Francia, en donde se quemaron durante la segunda guerra mundial. De ellos sólo se conservan algunas fotografías y una pésima grabación, en la que poco se puede apreciar.

[15] Lo que da como resultado que haya aspectos muy poco racionales. Uno de ellos: el pulso (unidad de tiempo) no tiene un signo que lo represente, sino varios. Según los casos, puede ser la negra, la blanca, la negra con puntillo, la corchea o, menos frecuentemente, la blanca con puntillo, la corchea con puntillo o incluso la redonda. (Este asunto le provoca enormes confusiones a los niños, sobre todo a los pequeños.)

[16] Incluso a Charlie Parker, genial saxofonista de jazz, que tocaba de oído, le sirvió cierta dosis de racionalización. En una oportunidad, le trasmitieron  algunos conocimientos teóricos. Parece que se encerró durante un par de días con su instrumento para asimilar lo aprendido, después de lo cual, su nivel de improvisación subió ostensiblemente.

[17] En algunos casos, además, dependiendo del contexto.

[18] Los 371 de Bach, pertenecientes a sus cantatas, pasiones y otras obras corales, son como una “biblia” en el estudio de la armonía tradicional. Se trata de la armonización de melodías ajenas preexistentes.

[19] Otro factor que permite “holgazanear” a los oídos en los instrumentos de teclado es la afinación, que en ellos está predeterminada. No se la puede modificar cuando se está tocando. En casi todos los otros, el ejecutante debe buscar -básicamente oyendo-, la afinación exacta.

jueves, 19 de abril de 2012

LA MÚSICA, ENTRE OJOS Y OÍDOS                Primera parte

Europa se tomó en serio eso de tener escritura musical. Hay intentos anteriores, pero muy rudimentarios, poco eficaces, en buena medida debido a que el concepto de música de esas (y muchas otras) culturas no necesitaba de la notación; la idea de obras “fijas”, inmutables, les era ajena. En la mayoría de las sociedades, el producto musical surge de una mezcla de tradición e improvisación. La tradición pone los elementos constantes; la improvisación, la novedad. La figura del compositor (casi) no existe. Pero no es necesario trasladarse a lejanas culturas para comprobarlo, ocurre en nuestra música popular. En muchas oportunidades, el autor de ese tema que tanto nos gusta nos es desconocido y, en caso contrario, su participación puede importarnos menos que la del ejecutante, de cuyo “arreglo” disfrutamos. El tema es, a veces, casi sólo un pretexto para que el intérprete nos deleite. (Y, por otro lado, está el cantautor, que reúne en una sola persona las tareas de crear y trasmitir la canción.)

Si la escritura cuneiforme mesopotámica -probablemente la primera escritura- surgió de una necesidad económica (contabilizar bienes), la notación musical fue el resultado de una necesidad político-religiosa. La Iglesia, única institución que había sobrevivido a la caída del imperio romano, tenía que fortalecer su poder y, para ello, debía lograr la unificación de la liturgia, en la cual la música desempeñaba un importante papel. Era imposible conseguirlo, en un territorio tan extenso, con la simple trasmisión oral. E, inevitablemente, las particularidades locales introducían modificaciones. Además, en la medida en que el número de cantos iba aumentando, resultaba una pretensión irrealizable que los sacerdotes encargados de trasmitirlos pudieran guardarlos correctamente en la memoria. De ese modo, la notación se hizo necesaria, y se presentó con el peso no sólo del poder que emanaba de Roma, sino del de la autoridad divina, ya que el papa Gregorio I[1], (haga click en el número para ir a la llamada) a quien se debe buena parte de la tarea organizativa de las actividades prácticas de la Iglesia, había recibido los cantos directamente del Espíritu Santo (en la época, esto era una verdad indudable).

Y cuando las cosas no son necesarias, no prosperan. Tal vez uno de los ejemplos históricos más impactantes de este fenómeno sea el de la máquina a vapor. Fue inventada por Herón, un griego de Alejandría –en la provincia romana de Egipto- durante el primer siglo de la era cristiana, pero nunca se construyó en gran escala - había esclavos para realizar los trabajos pesados- y fue olvidada. En la Revolución Industrial, más de un milenio y medio después, sí se necesitaba y, entonces, no sólo se llevó a la práctica, sino que se convirtió en motor fundamental del desarrollo económico.

En la música tenemos un caso, tal vez un poco oscurecido por la presencia de otro factor, pero, en mi opinión, también muy significativo. Me refiero al sistema temperado (o temperamento), que es el que, desde hace unos siglos, define el tamaño de los distintos intervalos (distancia y relación entre dos notas) que se emplean en la música occidental. En él, tienen el mismo tamaño todos los semitonos (que es la distancia mínima que hay entre dos sonidos en nuestra música.) Antes, en el sistema llamado de la “justa afinación”, había unos semitonos más grandes que otros. En el sistema temperado se desafinaron un poco (casi) todos los intervalos para obtener algunas enormes ventajas (aunque se pierde expresividad). Este sistema, entonces, “corrigió” las leyes de la física. Ya había sido sistematizado a fines del siglo XV, pero no fue hasta el XVIII que empezó a usarse plenamente[2]. Esta tardanza se debe, en parte, a la dificultad de establecerlo y, en parte, a que aún no existía una necesidad generalizada de que entrara en vigor. Los que sufrían especialmente con el viejo sistema eran los que debían afinar instrumentos de teclado. (Se llegó incluso a la construcción de unos que tenían más teclas, pero esta solución fue abandonada porque la ejecución era prácticamente imposible.) En la medida en que la música se hizo más compleja, el temperamento se tornó una necesidad general y, entonces, se implementó cabalmente.

Cada cultura tiene una forma diferente de concebir la música, relacionándola con distintos aspectos de la vida social. En algunas regiones rurales de Java se la vincula con el trabajo, pero no de la forma que es habitual en otros lugares. Cuando los campesinos comienzan a regar los bancales en donde tienen sembrado el arroz, instalan trozos huecos de caña de bambú cortados por el nudo, de modo que sirvan como recipientes, cada uno en un pivote. Cuando se llenan de agua, el peso hace que se inclinen y descarguen el líquido en el bancal inferior. Vuelven entonces a su posición original para comenzar a llenarse otra vez. En ese momento golpean una piedra, puesta a propósito en el lugar y emiten un sonido. Como los numerosos trozos son de distinto tamaño, cada sonido es diferente, tanto en altura como en intensidad. Al propósito original de la colocación de las cañas, que es el de avisar cualquier interrupción en la corriente de agua, se suma, entonces, un insólito concierto de percusión, complejo e imprevisible, porque el azar juega un papel decisivo. No conozco otro caso de compenetración semejante entre música y actividad cotidiana[3].

Varias culturas orientales han desarrollado unidades estructurales con un criterio muy diferente al occidental. No organizan las notas por escalas, como por ejemplo en Japón y en occidente, sino en colecciones de breves motivos melódicos, que el músico combina (y varía), que son la “materia prima” con la que el ejecutante construye su obra. Lo que se escucha no es original en el sentido en que nosotros lo entendemos. Pertenecen a esta categoría -aunque con diferencias entre ellos- los ragas de la India, los maqam de la música árabe, lo mismo que los modos de la hebrea (tienen diversas denominaciones) y los echoi de la música bizantina. En realidad, la música tradicional de occidente también está llena de fórmulas, de caminos que hay que recorrer sí o sí, lo cual significa que la originalidad tiene al menos una porción más aparente que real. En ese sentido, muchas veces rechazamos lo novedoso porque necesitamos la seguridad de lo conocido y nos resistimos a aplicar la máxima de Leonardo da Vinci, quien advertía que no se debe censurar lo que no se entiende. Y, asimismo, podemos comprender (aunque no siempre compartir) que Debussy, eterno buscador de la libertad creativa, calificara de “notarios de la música”, entre otros, a Brahms y Mendelssohn.

(Hago un alto en el camino para pedirle a los lectores un pequeño ejercicio, que yo ya hice, y que podríamos llamar de humildad. Vean y escuchen el video de Ravi Shankar y Alla Rakha, eximios instrumentistas de la India, en el que este último realiza una demostración básica de tabla que evidencia la sutileza de esa música.)


Retomo el hilo. La primitiva música cristiana de occidente también usaba fórmulas melódicas -muy influida, sobre todo, por los procedimientos judíos-, lo cual facilitaba un poco (no mucho) la memorización de los cantos y, por lo tanto, limita un poco (no mucho) nuestro asombro ante la dimensión de la tarea unificadora. Pese a todas las dificultades, desde Italia a Inglaterra e Irlanda, desde España a las zonas cristianizadas al norte del Rin, se terminan cantando, en el culto, las mismas melodías con idénticos textos.

La música occidental proviene de la oriental. Durante muchos siglos, paulatinamente, se va produciendo su “occidentalización”.

Una diferencia entre ambas sería el desarrollo de la notación en esta última, que fue provocado, como vimos, por la necesidad de garantizar la uniformidad del canto litúrgico. Otra diferencia, los sonidos que emplea. Occidente usa doce y la distancia menor entre ellos es el semitono. En algunas regiones de oriente se utilizan distancias más pequeñas que éste, lo que, para un oído no acostumbrado, suena simplemente a desafinación. La música cristiana occidental primitiva también empleaba esas distancias: las perdió por el camino. Otro elemento que las distingue es la utilización de la polifonía[4]. Tal como la concebimos nosotros, no la practicó ninguna otra cultura del mundo. En compensación, el ritmo y la melodía están mucho más desarrollados en sociedades africanas y asiáticas; comparándolos, los occidentales resultan bastante pobres.

¿Quiénes son los responsables de este proceso? ¿Quiénes occidentalizaron musicalmente occidente? ¿Los bárbaros?

Los primeros ejemplares de la Biblia tenían ciertos signos que indicaban cómo recitar el texto. De ellos surgieron los “neumas” (palabra que significa “aire” en griego y que fue empleada con más de una acepción en la Edad Media). Los neumas fueron el comienzo de la notación musical de occidente; aproximaban a la melodía, servían como recordatorio de lo que se había memorizado anteriormente. Más adelante se trazó una línea horizontal, roja, sobre la que se escribía la nota fa. Los sonidos más agudos se colocaban por arriba de la línea; los más graves, debajo. Fue un gran avance, pero, por supuesto, totalmente insuficiente. Luego se agrega una segunda línea, amarilla, paralela a la primera, en la que se ubica el do. Y se continúa así, hasta llegar a cuatro líneas (el tetragrama), que es en donde se escribe tradicionalmente el canto gregoriano. (Este tetragrama es el antecesor directo del pentagrama, el conjunto de cinco líneas que se utiliza actualmente.) Con este recurso queda resuelto el problema de representar gráficamente las alturas de los sonidos, pero nada más.

Quedan pendientes, no sólo los otros aspectos musicales, sino cómo aprender las melodías: los libros son escasos y muy caros; apenas tiene uno el que enseña; ni pensar que haya para los coristas, niños y adultos varones. En uno del siglo XI, en el que se establecen los reglamentos de un monasterio cluniacense, se lee: “en los nocturnos, si los niños cometen alguna falta en la salmodia o en otro canto, bien por quedarse dormidos o por alguna otra transgresión semejante, no debe producirse demora alguna, sino que se los despojará del hábito y del capuchón y se los golpeará, cuando sólo tengan puesta la camisa, con cimbreantes y lisas varas de mimbre, adecuadas para ese propósito especial”. Para los adultos, en apariencia, no era físicamente tan duro. En otro documento, se establece que si algún sacerdote se equivocaba, debía pasar al frente y quedar arrodillado en penitencia, hasta que, quien dirigía, consideraba que había cumplido la pena [5].

En ese mismo siglo XI nos encontramos con Guido d’Arezzo, una figura muy importante en la historia de la notación y de la enseñanza musical, aunque su dimensión ha sido exagerada. Se le ha atribuido la invención de muchas cosas, pero de varias sólo fue un exitosísimo publicista. Su tratado teórico, Micrologus, fue el más famoso en la Edad Media, después de los de Boecio [6]. ¿Perfeccionó o difundió? el tetragrama; parece que fue él quien le puso a las notas el nombre que usamos hoy; estableció el sistema de los hexacordios [7] y desarrolló nuevas técnicas de enseñanza (de las que formaban parte los mencionados hexacordios). Estaba absolutamente convencido de las virtudes de su metodología. En el prólogo de un libro suyo, después de explicarla, agrega: “Si alguien dudase de que digo la verdad, que venga, pruebe y oiga lo que pueden hacer los niños bajo nuestra dirección, niños a quienes hasta el presente se les había pegado por su completa ignorancia de los salmos”. Y, en efecto, fue un salto pedagógico hacia delante. Lo más conocido de esta metodología es la llamada “mano guidoniana” (que aparentemente no fue ideada por él), recurso mnemotécnico para aprender las melodías, según el cual se le asigna un lugar de la mano a cada nota, como se puede apreciar en la imagen y en la demostración del video.

Enlace a video: demostración de mano guidoniana

Cuando la polifonía se hizo más compleja y recibió, además, la influencia de la música secular, fundamentalmente los ritmos de la de danza, se hizo necesario idear una forma de representar, no sólo las alturas (como hasta el momento), sino también las duraciones de los sonidos. . Aparecieron, entonces, los seis modos rítmicos, derivados de la retórica[8] . No eran signos que mostraran lo que duraba cada nota, sino brevísimos esquemas de ritmo (cada modo, un esquema) que, en teoría, debían repetirse desde el comienzo hasta el final de la pieza. Aunque en la práctica existían distintas formas de variarlos, estamos frente a otro ejemplo de la dificultad medieval para llegar a soluciones racionales [9]. No obstante -y la música de Perotinus es la demostración de ello-, pueden obtenerse magníficos resultados pese a lo limitado de los recursos.

Los signos de duración fueron apareciendo gradualmente. De esa primera etapa, en que lo único que había era una simple referencia a en qué modo debían ejecutarse las notas escritas, se llegó, después de mucho trabajo, a una situación similar a la actual, en la que el valor de cada sonido en el tiempo tiene su correspondiente símbolo. Los nombres de esos signos no fueron inicialmente nuestras negras y corcheas, sino longas, breves, semibreves, etc.

Los otros elementos integrantes de la música, como intensidad (matiz, dinámica), velocidad (tempo), carácter, articulación, etc., tuvieron que esperar. En los manuscritos de Bach, primera mitad del siglo XVIII, no hay casi nada más que alturas y duraciones.

Ya en los tiempos de Mozart, segunda mitad de ese siglo, nos encontramos con más signos. El ejemplo que se muestra a continuación es una copia manuscrita moderna (por lo tanto, no escrita por él) de una página de la parte solista de un concierto suyo para oboe.

Aquí aparecen varios otros signos: letras f y p debajo de los  pentagramas, que indican matices; líneas curvas y puntos, arriba o debajo de las cabezas de las notas, que denotan distintos tipos de articulación de los sonidos, etc.

Entre la primera mitad (Bach) y la segunda (Mozart) del siglo XVIII se produce, entonces, un gran “enriquecimiento” de la escritura musical.

La ilustración que sigue tiene otro significado: Beethoven componía con un gran esfuerzo (lo que no se aprecia al escucharlo). El caso más impresionante es el de un pasaje en el que pegó ¡13 versiones! sobre la original. Al despegarlas se descubrió ¡que la primera y la última eran iguales! El ejemplo aquí incluido, correspondiente a una de sus sonatas op. 69 para cello y piano, sólo muestra que, sin duda, si se juzgara la prolijidad, sería reprobado.

En el último cuarto del siglo XV aparece la música impresa, pocas décadas después de que el herrero alemán Johannes Gutenberg mejorara el viejo invento chino de la imprenta, de larga historia en varias regiones de oriente. Surge a pesar de los inconvenientes: el mayor, la dificultad para reproducir las complejidades de la notación, que resulta insuperable en el   comienzo, y también las dudas sobre la existencia de un mercado que justificara el esfuerzo. En esa época, salvo la música religiosa, la mayoría de las obras se ejecutaban unas pocas veces y después se sustituían por otras nuevas. No existía el concepto de repertorio, al cual -tanto al concepto como a su existencia real- contribuyó la aparición de la música impresa. Es lógico, entonces, que las primeras publicaciones musicales salidas de la imprenta fueran obras litúrgicas.

Estas primeras incluían sólo las pautas en donde se debían ubicar las notas, y el texto. La parte correspondiente a la música se dejaba en blanco, para ser llenada a mano por el comprador.

Pero a comienzos del XVI, aunque era todavía una técnica muy cara y compleja, ya se incluía todo en las impresiones. Y lo digo en plural porque, al principio, fueron necesarias tres: en la primera se colocaban las pautas; en la segunda, las notas y, en la última se estampaba el texto. Esta situación se superó en algunas décadas: se redujo la cantidad de “pasadas” de tres a dos y finalmente a una, con distintos procedimientos.

Sin embargo, la impresión siguió siendo muy costosa. A fines de ese siglo XVI, en la dedicatoria de sus Lamentaciones al papa Sixto V, Palestrina dice, entre otras cosas: “He compuesto y publicado mucho. Tengo mucha más música en mi poder, pero esa no la puedo publicar, debido a la carencia de dinero que ya he descrito. Publicar esta obra requeriría el gasto de unas sumas que no me puedo permitir, especialmente la gran impresión que la música naturalmente requiere”. La dedicatoria es otra lamentación.
                                
El uso de la imprenta para la música no eliminó, por supuesto, la existencia de la no impresa. Ésta siguió siendo, con mucho, la más numerosa. Se continuó usando la manuscrita y, sobre todo, improvisando y tocando de oído, la forma más habitual de hacer música en el mundo, aún hoy. Pero, además, el respeto de los ejecutantes por lo escrito resultaba bastante relativo y se mantenían el concepto de improvisación, incluso en lo leído, y las reglas trasmitidas por la tradición, que no hacían necesario anotar todo en la partitura. De manera que lo que se escuchaba era sólo básicamente igual a lo anotado.

En el período barroco, que comienza aproximadamente a inicios del siglo XVII y termina más o menos en la mitad del XVIII, se escriben muchos tratados teóricos, de distinta naturaleza. Algunos de ellos enfocan justamente este tema: el de cómo ejecutar lo que está en la partitura.

Simultáneamente, se está produciendo una innovación muy importante en la forma de componer. Hasta ese momento predominaba la concepción contrapuntística, “horizontal”, de superposición de líneas melódicas (lo que Monteverdi llamaba prima prattica). Más o menos en esa fecha (aunque hay algunos antecedentes) se empieza también a escribir música “vertical”, armónica, en la que prevalece lo que ocurre entre sonidos simultáneos (la seconda prattica de Monteverdi). Nos encontramos ya con acordes, aunque inicialmente no sean teóricamente sistematizados. Entonces, se hace sumamente importante el bajo, es decir, la nota más grave. Hasta tal punto que se asigna a un instrumento ejecutar todos los sonidos más graves de la obra[10] y a éste se agrega otro (en ocasiones es el mismo) que pueda tocar acordes (clave, órgano, laúd), para que ejecute el resto de las notas de la armonía. Esto se suma a los demás instrumentos, que están tocando los mismos acordes. A esta función, que se cumplió durante todo el barroco, se le llama bajo continuo, siempre presente cuando escuchamos, por ejemplo, un concierto de Bach, de Haendel o de Vivaldi.

En el bajo continuo sólo se escribía el sonido más grave y lo restante se indicaba con algunos números. Era el ejecutante quien “realizaba” la totalidad, en una mezcla de lectura, tradición e improvisación.

Asimismo, muchos de los adornos[11] de la música barroca no se anotaban, quedaba a criterio de los ejecutantes cómo hacerlos y dónde ubicarlos, de acuerdo con la tradición y la imaginación individual.

En el período clásico, más o menos la segunda mitad del siglo XVIII, se suprimió el bajo continuo. Pero, en los conciertos para solista, algunos compositores menores indicaban, en ciertas partes, únicamente qué acordes se debían tocar. De esa forma, el intérprete podía lucirse a piacere en la ejecución libre de esos fragmentos. Además, en los conciertos está la cadenza, un fragmento reservado exclusivamente al solista, que algunas veces no era escrito por el compositor y que también servía (sirve) para demostrar la destreza del instrumentista[12].

Pero tal vez el caso más ilustrativo del problema entre escritura y ejecución sea el de la orquesta moderna, cuyo establecimiento se debe a Jean Baptiste Lully (con acento en la y), un italiano, Giovanni Battista Lulli (con acento en la u), que en el siglo XVII, siendo un niño, fue a Francia y allí se quedó.


Lully vivió en la época de Luis XIV, seguramente el más absolutista de los monarcas absolutistas, llamado el Rey Sol, quien además era bailarín, como había sido su padre, Luis XIII. Su frase más célebre, que probablemente no pronunció nunca: “el Estado soy yo”. Para poder decirlo sin faltar a la verdad hubo de suprimir las libertades provinciales (que se remontaban a la Edad Media), eliminar el poder de la nobleza tradicional (transformada en un estamento nulo, en simple nobleza cortesana, totalmente dependiente de la autoridad real), reiniciar la sistemática persecución y eliminación de los protestantes, etc. Al mismo tiempo, realizó un decidido apoyo a la cultura. Internacionalmente, Francia desplazó a España, potencia hegemónica en el siglo XVI. El XVII es le grand siècle de los franceses[13].

Lully entró al servicio de la corona a los veinte años. Primero fue bailarín y violinista, pero realizó una meteórica carrera y terminó siendo el “rey absoluto” de la música francesa, además de secretario del monarca[14]. En cuanto a la opinión sobre cómo era, parecería que todos están de acuerdo: inmensamente talentoso y pésima persona. Como compositor realizó aportes muy importantes y como director organizó por primera vez, la que podemos denominar, orquesta moderna.

Antes de él, cada instrumentista tocaba no exactamente lo que estaba escrito, sino que, a partir de esa base, improvisaba variantes y adornos. Imagínense una orquesta en la que, por ejemplo, seis violinistas que deben ejecutar la misma música, la “enriquecen” cada uno a su manera: el resultado no puede ser otra cosa que una tremenda confusión. Lully, cuando se le asignó la dirección de conjuntos orquestales, exigió que se respetara lo escrito y, dice la crónica, si alguien se permitía agregar o suprimir algo, lo echaba a puntapiés. Pese a los elogios que cosecharon sus orquestas por parte de todos aquellos que las escuchaban debido a la claridad y precisión de sus interpretaciones, pasó tiempo antes de que su ejemplo se generalizara.

En esa época, el director de orquesta empuñaba un pesado bastón con el que marcaba el compás. Lully se hirió con él un pie, la herida se infectó, después se gangrenó y eso le provocó la muerte.

Continuará


[1] Para los orígenes de la escritura y el papel del papa Gregorio I, véase, en este blog, el capítulo “Peco si me conmueve más la música”, de MÚSICA Y PALABRA: CONFLICTOS DE FAMILIA, primera parte.

(Haga click en el número para volver al texto principal.)

[2] Bach tiene una obra, una colección de preludios y fugas, cada pareja en una tonalidad distinta, que se llama, justamente, El clave bien temperado. El temperamento permite escribir en todas las tonalidades y pasar de una a cualquier otra; esa es una de sus grandes ventajas; la anterior “afinación justa” no lo consentía.

[3] Al ser sólo parcialmente humana, esta música podría no ser considerada como tal, pero, entonces, ¿cómo la llamaríamos?

[4] Para este concepto, véase, en este blog, el capítulo “La música se toma la revancha”, en MÚSICA Y PALABRA: CONFLICTOS DE FAMILIA”, primera parte.

[5] Son interesantes, también, los comentarios que los escribas anotaban en el margen de los manuscritos. Como les estaba prohibido hablar mientras trabajaban, es probable que algunos fueran una forma de comunicarse sin violar las reglas: “Una bendición para el alma de Fergus, amén. Tengo mucho frío”; “¡Ay, mi mano!”; “El atardecer, y la hora de cenar”; “El tedioso canto llano hiere mi delicado oído”.

[6] Vivió entre los siglos V y VI y su nombre completo es Anitius Manlius Severinus Boetius. Fue un filósofo sumamente respetado. Escribió un tratado que llamó Los principios de la música, el más autorizado durante casi toda la Edad Media. Tenía la intención de traducir al latín la obra de Platón y Aristóteles, pero sólo pudo hacerlo con los escritos lógicos de este último: alto funcionario del gobierno de Teodorico, rey ostrogodo de Italia, fue ejecutado por éste. Se le acusó de traición, pero puede haber sido, también, exceso de sinceridad.

[7] Se trata de un sistema complejo, aunque en cierto modo ingenioso, que muestra las dificultades de la racionalidad medieval. Si se observa la imagen de la “mano guidoniana”, se verá que en el lugar asignado a cada nota hay varios nombres. Pues así era: cada sonido tenía varias denominaciones.

[8] Para este concepto, véase, en este blog, el capítulo “Todo debe reformarse”, de MÚSICA Y PALABRA: CONFLICTOS DE FAMILIA, primera parte.

[9] Las duraciones de los sonidos en los modos rítmicos provenían de la retórica, en la que se consideraban dos
tipos de sílabas, largas y cortas; las primeras, con el doble de duración que las otras. En la música, la suma de ambas duraciones producía la unidad mayor (1 = 2/3 + 1/3), todo lo cual estaba de acuerdo con la perfección teológica del número 3. (Esto se explica más extensamente en el capítulo “Todo debe reformarse”, de MÚSICA Y PALABRA: CONFLICTOS DE FAMILIA, primera parte, en este mismo blog.)

[10] En esta forma de concebir la música, la estructura básica está constituida por la voz más aguda (que casi siempre ejecuta la melodía) y la más grave (el bajo, que constituye el fundamento armónico). Exagerando bastante, se podría afirmar que el resto es “relleno”.

[11] Los adornos u ornamentos son notas decorativas que se agregan a una línea melódica. Hay varios: trino, grupeto, mordente, apoyatura, etc. Se utilizaron muchísimo en el período barroco.

[12] Por ejemplo, Mozart escribió pocas cadencias.

[13] Dijo Isabel Carlota de Baviera, cuñada de Luis XIV: “Cuando el rey quería, era el hombre más agradable y amable el mundo. Sin ser perfecto, nuestro rey tenía grandes y bellas cualidades y no mereció ser tan difamado y despreciado por sus súbditos a su muerte. Mientras vivió, le adularon hasta la idolatría”.

[14] Hay extensos documentos reales que muestran los increíbles privilegios (hasta hereditarios) que el rey otorgó a Lully. El apoyo real le permitió salir airoso en un escándalo de bisexualismo. Públicamente, el soberano lo defendió, aunque parece que lo reprendió en privado.